Por: JOSEP NOGUÉ MAS

 

http://www.josepnogue.com

 

 

 

PIEDRAS SOBRE AGUA

 

C 5 - 2177

 

Memorias de un Infante de Marina en la Marcha Verde

 INTRODUCCIÓN

 

   

Hace ahora justo una semana, acompañado de mis padres y un hermano, veníamos de Figueras después de asistir al funeral de mi tío.

 

El tío Juan, al cual acabábamos de enterrar, era el marido de la hermana mayor de mi madre. A la tía María -con quien seguramente el tío Juan ya debería haberse reencontrado- acabábamos de verla, al menos lo que de ella quedaba, justo antes del entierro de tío Juan; cuando los enterradores, después de apartar la lápida que la cubría, retiraron sus restos para hacer sitio al nuevo inquilino.

 

A pesar de ser ella ocho años más joven que él, llevaba ya dieciocho guardándole la plaza. Tal como explicó su hijo a los enterradores, mientras estos con las manos enguantadas colocaban sus huesos en bolsas, había caído fulminada por una embolia, en medio de la calle, un domingo de carnaval -ironías de la vida...o la muerte- cuando ambos volvían a su casa después de haber pasado el día con mis padres en Mollet.

 

No sé si tío Juan esperaba reencontrarse en algún lugar con la que había sido su compañera cerca de treinta y cinco años; lo que sí es seguro es que la nombraba en medio de los desvaríos de sus últimos días, pero todavía más seguro que no será en el nicho donde se reencuentren para contarse las novedades.

 

Dieciocho años dan bastante de sí y, si en algún lugar ella lo espera, sabrá hacerle explicar todo aquello que no pudieron vivir juntos.

 

No es que tío Juan fuera muy hablador, al contrario, como suele ser frecuente en los hombres de campo, acostumbrados a la soledad, era reservado y burlón, quiero decir que hablaba poco pero cuando lo hacia era de manera irónica y contundente. Tal como nos recordó el "mosen" -su cuñado y hermano de mi madre- en el funeral, su carácter bonachón de ninguna manera podía ser fruto de la ingenuidad. Tres años en el frente de Guadalajara seguidos de cuatro más de mili al servicio de los ganadores, eran suficiente para despejar al más distraído; esto, y tal vez los años en que hizo de carbonero, lo habían acostumbrado a llevar el rostro enmascarado y, más tarde, haciendo de "masover" en el campo, el contacto diario con un harén de hembras de vacuno en la cuadra (aparte de la mujer y dos hijas), no seria correcto decir que consiguieron destetarlo; pero está claro que tantos años tocándoles las tetas a las vacas y ayudándolas a parir terneras, en algo ha de servir para tener algún conocimiento de la vida y esto supone no extrañarse de nada.

 

Los años pasados junto a las vacas le habían contagiado un cierto aire de rumiante. Hablaba poco pués, pero cuando lo hacia extraía las palabras directamente  de esa sabiduría popular que solo otorgan los años.

 

María, sin embargo, era más habladora. Le faltaba tiempo para expresar sus sentimientos, abriendo el corazón a quienes la rodeaban y, como tantas mujeres, aficionada a escuchar historias, satisfecha siempre de oír novedades.

 

Mi madre decía que era como una clueca, siempre tenia un lugar bajo sus alas para acoger a todo el que se le acercara.

 

Así, cada uno podía haberle adjudicado al otro los tópicos más comunes atribuidos a cada sexo: que los hombres hablan poco y las mujeres demasiado.

 

Sin embargo yo nunca les había oído, a ninguno de los dos, esgrimir estos argumentos. Ambos estaban bastantes ocupados con el día a día como para buscarse otras quimeras. Si hubiera querido buscar camorra, él hubiera dicho que "no se puede ir a la procesión y repicar a un tiempo". Así pues era ella quien repicaba.

 

Yo no sé si estos roles continuaran vivos más allá de la muerte, lo que sí puedo asegurar es que -a la vista de los huesos- las diferencias se borran. También sé -ahora que ya no están me doy cuenta- que el discurso vital, la vida manifestándose, es más elocuente que cualquier descripción que de ella pueda hacerse.

 

Pero cuando la vida ya es polvo, tan solo nos quedan las palabras, y también éstas, por mucho que se repitan, un soplo se las lleva. El país de la memoria es un territorio donde (como el Ampurdán) sopla mucho viento.

   

Será pues culpa del viento que aquel día, a la vuelta del funeral, mi padre, por enésima vez, nos repetía las "batallitas" de su servicio militar. Los dos años pasados en el castillo de Figueras eran suficiente excusa para repicarnos la memoria una vez más.

 

Fue entonces cuando madre (tal vez para pasar la escoba a una historia tan sabida quiso sacarnos de fuego... para caer en las brasas), dijo: Tú nunca hablas de la mili.

 

Es verdad -pensé yo- contadas son las veces, en los veintidós años pasados desde entonces, que la habré mencionado.

Quizá no tanto por un sentimiento de repulsa contra el estamento militar -al cual no quería favorecer hablando ni a favor ni en contra- como por una indisciplina inconsciente hacia la vulgaridad del propio sexo; me habían convertido en un desertor en los dos únicos temas donde son elocuentes los machos de la especie humana -o, al menos, lo han sido hasta ahora en este país- temas que con solo nombrarlos despiertan complicidad y pasión: el fútbol y la mili.

 

Hay otro, el de las mujeres; pero este es un tema más propenso a producir rivalidades con el otro sexo y del que los hombres sólo hablan entre ellos, cuando están solos: saliendo de caza, o en los larguísimos ratos de aburrimiento de los cuarteles, por ejemplo.

 

Ahora vengo dispuesto a pagar la deuda de la doble traición. Aquella que nos achacan las mujeres: Que nunca mostramos los sentimientos; y alinearme al tiempo con los compañeros de armas, contando lo que ellas quieren, sí...  pero siempre demasiado tarde.

 

La incapacidad (¿congénita?) de asistir a la procesión y repicar al mismo tiempo, me impidió, en su momento, explicar, a través del correo, como habría querido mi madre, como fue aquella experiencia. Y, más tarde, la vergüenza ajena viendo los colgajos de los otros, me hicieron exagerar el pudor de mostrar los propios.

 

Pues, ¿qué son, sino colgajos o atributos del sexo -que no pendientes- el racimo de meses de milicia, en la vida de quienes la hemos padecido?

 

Es justamente ahora que está a punto de desaparecer como servicio obligatorio (cuando las mujeres podrán coger los fusiles), lo que hizo decidirme a romper mi voto de silencio, mostrando las vivencias de un soldado de hace veintitrés años, antes que el viento de la memoria se lo lleve. Y, al hacerlo, no estoy pensando que mi experiencia pueda ser de utilidad a los nuevos voluntarios, o voluntarias. Nadie, por mucho que vista el mismo uniforme, puede ponerse en la piel de otro. A mi tampoco me sirvieron la "batallitas" de quienes me habían precedido.

 

Si quiero hacerlo es para descubrir que sabor tienen aquellos hechos después de reposar tanto tiempo dentro del lagar de la memoria y ver si contiene algún fermento la materia gris.

 

Lo que conviene tener claro de entrada -por el solo hecho de poder empaquetar el producto entre dos fechas- es que al introducirlo era ya cadáver, y los años de "coupage" no lo podían resucitar.

 

Pero ahora sé también que los años no pasan en balde; y que, forzosamente, el producto resultante tendrá que ser diferente del que entró. Si se ha convertido en vino o vinagre no lo podremos saber hasta descorcharlo.

 

Aunque, en este caso, lo que queremos conservar es la memoria histórica, habremos de reconocer -mal nos pese dar argumentos a los militares- que los humanos también nos alimentamos de carroña.

 

No obstante, por muy pasados que sean estos hechos, es decir, muertos y amortajados por la nostalgia, el tufo de rancio que desprenden alcanza hasta el presente. Tal vez porque las circunstancias de aquel periodo nunca  fueron enterradas del todo, sus consecuencias todavía colean.

 

Soy consciente, pues, que recordar nunca puede sustituir a lo vivido; pero quiero creer que la perspectiva que la distancia da a los hechos, más que deformarlos, puede enriquecerlos, haciéndolos más comestibles de lo que eran en vivo. Al igual que la visión a través de los prismáticos, la distancia junta los diferentes planos -pega la piel a los huesos- ahorrándonos los espacios vacíos y los tiempos muertos.

 

Quisiera creer que, también los difuntos, disfrutan al menos del consuelo de esta perspectiva; pero, por si acaso, esta narración va destinada a los vivos. No pierdo la esperanza que, quienes lo vivieron, aun puedan reconocerse.

 

                Mollet, 27 de marzo de 1998

 

 

 

                       PIEDRAS SOBRE AGUA

 

     (C5-2177. Memorias de un Infante en la Marcha Verde)

 

Mollet, 29 de octubre de 1976. Mediodía. Acababa de apearme del tren, vistiendo de uniforme y con "la blanca" en el bolsillo. Comenzaba a llover.

 

Del cielo caían lágrimas. Todas las que yo no había llorado durante los últimos dieciocho meses. A los pocos pasos la calle era un torrente.

 

Resguardado en la entrada de lo que habían sido las oficinas de correos, me extrañaba que nadie reparara en mi, ni los que pasaban corriendo por la calle, ni quienes allí, junto a mí, se protegían del diluvio; no ya por la vista de aquel uniforme tan poco usual en la zona, sino por como era de evidente que el cielo lloraba por mí.

 

El diluvio duró un cuarto de hora. Tampoco hacia falta más.

 

  

EL VIAJE

 

(I)

  

Mollet, 9 de mayo de 1975

 

Estación del Norte, las ocho de la mañana.

 

Provisto de un salvoconducto  de la Junta Municipal de Reclutamiento, me acerco a la ventanilla donde el jefe de estación Sr. Castillo está despachando los billetes.

 

El Sr. Castillo, al cual desde hacía cinco años veía cada día al coger el tren para ir a la escuela a Barcelona, era un ejemplo de corrección y buenas maneras, saludando siempre amablemente a los pasajeros que iban y venían habitualmente por su estación. Yo personalmente no es que le tuviera ninguna confianza, pero siempre había sido amable conmigo de modo que no tenía de qué quejarme.

 

Ese día, sin embargo, nada más ver el salvoconducto militar, que debía permitirme viajar sin pagar, le cambió la cara y su habitual corrección se trastocó en gesto autoritario, alegando que no tenia tiempo -seguramente con razón- para cumplimentar aquel trámite y atender a toda la gente que esperaba para comprar billete. Me largó con cajas destempladas.

 

Fue el primer chasco que la vida militar me reservaba. Este lo había recibido antes de salir del pueblo.

 

¡Escollos de la burocracia!. Tuve que comprar un billete normal pagándolo de mi bolsillo. Para demostrarlo todavía puedo enseñar las paginas 101 y 102 de la cartilla militar que así lo certifican; puesto que corresponde a la hoja que el jefe de estación debería haberme cambiado por el billete. Debe ser privilegio del poder no poder cumplir sus propias reglas.

 

 Que fuera el día 9 el de la incorporación tenia su importancia. Cualquiera que haya servido en la Marina os podrá decir, tan solo por este dato, a que cuerpo iba a incorporarme.

 

La marinería se incorporaba a filas el día primero del mes correspondiente; en cambio hacerlo el día 9 presuponía un destino diferente (al menos en el sector de Cataluña).

 

Según el sorteo de reclutas efectuado a partir de las fechas de nacimiento, me había correspondido hacer el servicio militar en marinería. Pero alguien había cambiado la fecha (de nuevo la burocracia) y, con ella, el lugar de servicio.

 

Por lo tanto, la fecha de incorporación fue también una sorpresa. Yo ya me había hecho la idea de ser marinero, pues, perdido por perdido, prefería hacer la mili viajando en un barco que no encerrado en un cuartel. Al pasar por la caja de reclutas para intentar subsanar el  error, me dijeron que ya no tenia remedio, que debería conformarme con aquello que tenia.

 

Incorporarse el día nueve, en lugar del uno, implicaba ser carne de cañón del "glorioso cuerpo de Infantería de Marina". La más antigua del mundo, tal como nos recordarían a menudo en sus arengas nuestros jefes.

 

Una fecha tan elocuente, pues, como el aspecto del otro personaje de la misma edad que yo, sentado a pocos asientos mas allá del mío, que no podía esconder, seguramente como yo mismo, la cara de recluta.

 

Es significativo como marcan las circunstancias. Tan originales como queremos ser, y de que modo nos parecemos los unos a los otros a poco que compartamos las mismas situaciones.

 

Era algo más que la coincidencia de la edad o el día ("...las botas, la manguera, el casco" del bombero de Gila). Era el primer síntoma del lugar al que nos dirigíamos: sin necesidad de vestir uniforme ya teníamos cara de borrego.

 

Mi compañero de tren se llamaba Pere Carbonell Badia y, aunque entonces no lo sabíamos, nos veríamos inmersos -en el año y medio siguiente- en la misma riada de acontecimientos que el destino nos deparaba. Unos acontecimientos que no solo habrían de marcarnos a nosotros, sino que fueron decisivos para todo el país.

 

La última vez que lo vi, ya licenciados, me dijo que se había casado y que volvía a embarcarse. Que, aparte de embarcarse en el matrimonio se había vuelto a enrolar; esta vez en un buque de la marina mercante. Después no he vuelto a saber de el; las marejadas de la vida nos han llevado por caminos diferentes y no hemos vuelto a coincidir en puerto ni naufragio alguno.

 

Ese día, no obstante, íbamos en el mismo barco, es decir, que viajábamos en el mismo tren.

 

Serian poco más de las nueve de la mañana cuando el centenar aproximado de reclutas éramos conducidos, como corderos en el redil, al interior del patio de la Comandancia Militar de Marina de Barcelona, donde habríamos de oír, acto seguido, el discurso de bienvenida del comandante en jefe de dicho establecimiento.

 

Naturalmente como esperábamos el discurso fue en lengua castellana, esto no podía sorprendernos; la sorpresa fue, en cambio, oír hablar, privadamente, en catalán con alguno de los veteranos uniformados que nos acompañaban. Hecho remarcable, teniendo en cuenta que en los dieciocho meses siguientes casi no volvería a oír hablar en catalán, ni hablarlo yo mismo, no solo con los oficiales, también entre la tropa. Pocas serian las ocasiones que tendríamos los soldados de habla no castellana de comunicarnos en nuestra lengua materna.

 

A pesar de que no volví a verlo nunca más, saber que el comandante de Barcelona hablaba en catalán mitigaba, en cierta forma, el sentimiento de secuestro perpetrado por tropas foráneas del cual nos sentíamos objeto. Sin embargo, pensándolo con más detenimiento, esto lo convertía en cómplice de la ocupación.

 

Hasta ese día yo nunca había visto como era el uniforme que vestiría. Teniendo en cuenta que la Infantería de Marina es un cuerpo  que cuenta con pocos efectivos en Cataluña se comprende que sea así. En compensación, durante mucho tiempo, no habría de vestir otra cosa.

 

Para aquellos que no lo conozcan he de decir que el uniforme de paseo es el más vistoso de todos los ejércitos regulares del país. Al igual que el de marinería, conservaba ese aspecto "retro" de las guerras antiguas. De cuando las tropas se enfrentaban cuerpo a cuerpo y los uniformes eran pura ostentación, en un intento de disuadir al enemigo antes de llegar a la acometida. Un uniforme, pues, destinado a la parada, con un cierto aire de opereta.

 

Y el de los Infantes es, tal vez, aun más vistoso y flamante que el de la marinería; pero no descarto que esta opinión sea puramente subjetiva, influida por un cierto orgullo inconsciente de haberlo vestido, pues, desde el momento que a uno le encasquetan la gorra, se ve obligado a contemplar las cosas desde otro plano.

 

Bajo una gorra de plato, blanca, con visera (a diferencia del lepanto de los marineros) uno viste traje de color azul -marino, naturalmente- ribeteado de rojo en cuello, bolsillos y hombreras, con dos rayas anchas, igualmente rojas (o tal vez debiera decir "colorado", ya que entonces todo lo"rojo" estaba mal visto), en cada pernera del pantalón; además del dorado en botones e insignias correspondientes, en especial las tres sardinetas del antebrazo que, a manera de espolones, eran el distintivo del cuerpo. ¿Quién podía dejar de sentirse gallito vestido de esa guisa?.

 

Una vez oído el discurso y comprobada, tras pasar lista (la primera de las infinitas veces que habríamos de someternos a este ritual), la  presencia de todos los convocados; que nos esperaban de nuevo, a las diez y media de la noche en la estación de Francia, fue todo lo que se nos dijo. Mientras podíamos ir donde quisiéramos, a disfrutar de las últimas horas de libertad, si es que libertad puede llamarse a tener las horas contadas.

 

Quienes vivíamos cerca optamos, en general, por volver a casa, mientras aquellos que venían de más lejos, sin tiempo de ir  y volver, habrían de pasarse el día en la capital.

 

La vuelta a Mollet fue compartida con Pere, reconocidos ya ambos mutuamente como compañeros. Pero media hora de tren no daba para mucha conversación, añadiendo además que ninguno tenia demasiadas ganas de hablar. El era del pueblo vecino al mío y continuaba trayecto hasta la parada próxima. Nos despedimos con un: Nos vemos por la noche. ¡Hasta luego, chaval !.

 

 

(II)

 

 

Antes de las once, la estación de Francia era un hormiguero. Entre reclutas, novias y demás familiares, el número de gente se había multiplicado por cuatro.

 

Algunos uniformes en medio distinguían claramente quienes eran nuestros pastores.

 

-Niño abrígate, no pases frío, procura no pasar hambre, escribe...- decían las madres. Lo que se decían las parejas abrazadas, aquellos que no teníamos, no podíamos saberlo; pero la cara de ellos y las lágrimas de ellas eran más elocuentes que las palabras que pudieran decirse.

 

Mi familia también quiso acompañarme. Padre, madre, mis dos hermanos... y un vecino. El vecino no es que estuviera especialmente interesado en mi partida, el suyo era un servicio alquilado... no, no venia de plañidera, hacia de taxista. Teniendo en cuenta la hora de salida, y como en casa, entonces, tan solo yo conducía, la familia no tenia otra forma de volver a casa si no era con un vehículo alquilado.

 

Hacía justo cuatro días que había devuelto el seiscientos a los tíos de Figueras. El "Tibós", le llamaban -una institución familiar- y en él habían aprendido a conducir, antes que yo, mis primos. Mi primer viaje en él, de Figueras a Mollet, por la autopista, bajo un aguacero de mil demonios, fue una verdadera prueba iniciática.

 

El "Tibós" me había servido el último año para desplazarme al trabajo, desde Mollet a Sabadell. Al tiempo que practicaba la conducción, me permitía recorrer, en diez minutos, todo el trayecto e ir a comer a casa, algo imposible con el autobús de línea que, para recorrer la misma distancia por aquella estrecha carretera comarcal, empleaba tres cuartos de hora (actualmente, debido al tráfico, se tarda igual de tiempo con un automóvil particular).

 

Sin saber como, ahora estaba sentado en un compartimiento del tren viendo por la ventanilla como mis padres, hermanos... y el taxista, me decían adiós.

 

Para mi gusto la despedida ya se estaba prolongando demasiado; aquello de mirarnos los unos a los a los otros sin saber que decirnos no contribuía demasiado a tranquilizar los ánimos; una salida rápida la hubiéramos agradecido todos. Pero la espera era tan solo una muestra de lo que nos deparaba aquel tren por lo que se refiere al ejercicio de la paciencia.

 

En aquel momento, lógicamente, no lo sabia, pero tardaría cinco meses en poder volver a casa; un breve paréntesis justo antes de vivir una situación apoteósica, durante la cual nadie habría podido asegurar si volveríamos.

 

Los compañeros de compartimiento ya ni los recuerdo, más adelante veréis porqué. El tren, fletado por la Marina (reconoceréis que es un nombre bastante familiar para un ministerio), era un expreso del tipo conocido como "el sevillano", por ser el que hace el trayecto de Barcelona a Sevilla, y que allí es conocido como "el catalán", por mirárselo al revés.

 

Los vagones están divididos en compartimentos de seis personas, con los asientos enfrentados tres a tres. Cuando uno paga litera puede viajar en un compartimiento de plafones abatibles que se transforman en literas, pero este no seria el caso, y aquel que quería, o podía, dormir debería hacerlo sentado o cabeceando recostado contra la ventana, a no ser que algún compañero le cediera su espacio para tenderse mientras salía a estirar las piernas dando una vuelta por el tren.

 

De todas formas, comparándolo con la época de la mili de mi padre, cuando viajaban en vagones destinados al transporte de ganado, hay que reconocer que el cambio era notable.

 

Lo que ya empezaba a notar, y así lo comentaban algunos, es que todos fuéramos varones. Educados, los de mi edad todavía, en escuelas tan solo de niños ("unisex" podrían llamarse, si no fuera que la moda de la peluquería se ha apropiado del nombre para designar lo contrario: que se peina igual a hombres que a mujeres), los viajes a menudo eran la ocasión, o la excusa, para establecer relaciones con elementos del otro sexo. Así que un tren solo de hombres, no presagiaba nada bueno. Se parecía demasiado a la escuela.

 

La presencia de cabos y sargentos provistos de pistolas acababan de corroborarlo. Comisión de reclutamiento, creo que llamaban a aquellos enviados a recoger carne fresca por toda España y conducirla al Centro de Instrucción de Infantería de Marina (CEIM) de Cartagena.

 

En comparación a otros cuerpos del ejercito, el número de soldados de Infantería de Marina era bastante reducido; por eso no hay más centro de instrucción en todo el país que aquel donde nos dirigíamos. En ese mismo momento, confluían hacia Cartagena, desde todos los extremos de la península, los "afortunados mozos" que habían obtenido el mismo privilegio que nosotros. Pues privilegio era servir en la marina, ya que solo los residentes en provincias costeras tenían ese "derecho", eufemismo con el que se pretendía disfrazar lo que verdaderamente era: una obligación. Si, además, a uno le toca la Infantería puede decir que el destino le ha reservado el premio gordo.

 

Igual que el uniforme, nunca había conocido a nadie que hubiera servido en ese cuerpo; por no saber, no tenia ni idea, hasta que pase a formar parte de él, cual era la función encomendada a quienes lo vestían. Como sacado de una opereta, parecía no tener otra función que la de ser lucido en los desfiles ("paradas", para decirlo en el argot) militares. Y, de hecho, el uniforme de paseo ( "de bonito" o "de romano", como era conocido entre la tropa) no tenia otra función.

 

Pero camino de Cartagena todavía vestíamos de paisano, con los aditamentos propios de la moda que cada uno había elegido; incluyendo la medida y forma de los aditamentos pilosos, más o menos graciosos, con que la naturaleza había adornado a cada uno y que tanta polémica había despertado la década anterior, cuando los Beatles aparecieron luciendo sus flequillos.

 

La medida de los pelos se había convertido en el signo diferencial más característico entre un joven civil y otro militar cuando, este, vestido de paisano (algo prohibido a la tropa en periodo de servicio), quería esconder su condición militar. A no ser poniéndose una peluca, el pelo rapado lo delataba inevitablemente, volviéndose así presa fácil de la Policía Naval, conocidos como "calimeros" entre la tropa a causa del casco de color blanco que recordaba a la media cáscara de huevo con la que se cubría el pollito Calimero de los dibujos animados de la tele.

 

Al contrario que ahora, jóvenes rapados, fuera de los cuarteles, no había forma de encontrar ninguno; a no ser que estuviera defendiéndose de piojos, sarna o... acabara de ser operado de un tumor cerebral.

 

Cargados de salud -según rezaban los correspondientes certificados expedidos por la Junta de Revisión y Clasificación- el tren de reclutas era un catálogo de ajardinamientos craneales. Desde quien, queriendo adelantarse a la disciplina -tal vez creyendo que así privaba de esa satisfacción a los militares- ya venia rapado de casa, hasta la melena más exuberante y lujuriosa; y, entre una y otra, la más variada gama de patillas, perillas bigotes, barbas, tupés y colas de todas las formas y calidades imaginables: pelo ralo, rizado, frondoso, alopécico...de los tonos y colores más diversos, contribuían a configurar la personalidad de cada uno. Una hermosura de exuberancia pilosa que lucia sus últimos momentos de esplendor y opulencia sobre los cráneos de sus propietarios, como un último grito de libertad. Un grito agónico, si lo comparamos con el pitido del tren o la potencia de su máquina que, con cada traca-traca de las ruedas, nos acercaba más a la maquinilla del esquilador. A pesar de ello el viaje duró una eternidad.

 

Como convoy especial que era, debía dejar paso a los trenes regulares, de manera que el tiempo de espera, parados en una estación o vía muerta, superaban a los tramos en que avanzábamos. De lo cual se deduce que nuestra presencia en el cuartel no era cosa de urgencia, que la patria podía pasar sin nuestra ayuda. Durante la noche, con el reflejo del mar siempre a nuestra izquierda, seguíamos la línea de la costa: de Barcelona a Tarragona; pasamos el Ebro por Tortosa para entrar, acto seguido, en las tierras de Castellón. En Castellón de la Plana, si mal no recuerdo, hicimos una de estas paradas inacabables, donde todo el mundo aprovecharía para bajar a estirar las piernas, comprar alguna bebida o pasar por el despacho del "señor Roca".

 

A Valencia, donde yo nunca había estado, era ya de día cuando llegamos. Supongo que para ahorrarse tener que darnos de comer, nuestros pastores nos mandaron a pastar fuera. Teníamos una hora para pasear por la ciudad y hacer un bocado antes de continuar la marcha.

 

Guiados por algunos compañeros que ya conocían la capital, caminamos el tiempo justo para encontrar donde distraer el hambre. Sin embargo, ahora, después de tanto tiempo, aquellas imágenes están tan difuminadas en mi pensamiento que es como pretender ver algo en medio de una espesa niebla. De Valencia, ciudad levantina por esencia, bañada por el sol mediterráneo, ahora paradójicamente cubierta por la niebla de mi cerebro (hasta el  punto de hacerme dudar de haber estado), no consigo ver mas allá de la estación con sus arcos metálicos (recientemente he vuelto a Valencia, pero ni así he conseguido reconocer, más allá de la estación, los lugares donde estuvimos en aquel primer viaje). Será a causa de mi habitual mal despertar, una hora en que mis conexiones cerebrales acostumbran a estar bastante atrofiadas, condición agravada si cabe por el mal dormir del tren, lo que impidió que las imágenes de entonces se fijaran en el disco duro de mi cerebro.

 

Puesto que, como la de Barcelona, no es una estación de paso, sino final de trayecto, tuvimos que salir siguiendo la misma vía por la que entramos hasta pasar el cambio de agujas. A partir de Valencia el trayecto ya seria por el interior. Abandonamos la costa en dirección a Albacete. Aprendería más geografía como resultado de aquel viaje, y después, durante el transcurso de la mili, de lo que había aprendido en todo el bachillerato.

 

Rehacer sobre el mapa los diversos viajes de aquel periodo me proporcionó un conocimiento de la península que nunca antes había conseguido. Habré de agradecer a los militares el que me hicieran aprender directamente, sobre el terreno, los nombres de las provincias levantinas, andaluzas, de las islas Canarias, cosa que ningún profesor había conseguido de mi, enseñándome los mapas. Si bien, en honor de la verdad, uno de ellos siempre había dicho que la geografía se aprende viajando. Lo que nunca he entendido es ¿que demonios hacíamos entonces intentando aprender geografía encerrados en una aula?.

 

Es cosa de la niebla cerebral que ahora ya no recuerde si llegamos hasta Albacete o solo hasta Chinchilla, para desviarnos de nuevo hacia el sur en dirección a Murcia donde, después de pasar por el secarral interior, el verdor de su huerta nos anunciaba su proximidad.

 

La llegada a Murcia no fue hasta media tarde, cuando y llevábamos más de veinte horas dentro de aquel tren. No podría asegurar si durante el viaje nos repartieron bocadillos o cada uno debía espabilarse con lo que traía o compraba en las estaciones, el caso es que entre el hambre, el cansancio y el aburrimiento habían conseguido que todos deseáramos llegar de una vez al cuartel. Por mala que fuera la nueva situación ya nada podía serlo más que aquel viaje. Entonces aun no sabíamos que sí, que habría cosas peores.

 

Aproximadamente una hora después de haber salido de Murcia, el convoy llegaba a Cartagena, donde ya nos esperaba  un convoy de camiones militares para trasladarnos al Centro de Instrucción de Infantería de Marina (CEIM) de Cartagena.

 

 

  CEIM - CARTAGENA

 

(I)

 

La entrada en el cuartel, situado al final de una subida a las afueras de Cartagena, se hacia, como es habitual, atravesando el cuerpo de guardia; una especie de corredor a continuación del arco de la entrada que, atravesando el edificio, conducía al patio de armas.

 

La primera impresión, justo entrar, era que uno acababa de atravesar el túnel del tiempo. La escasa luz crepuscular, compitiendo con la luz de las farolas, daba al conjunto un aspecto irreal, como de película de aventuras.

 

Era aquel -no se si todavía seguirá igual- un patio cuadrangular, con el suelo ligeramente inclinado hacia la entrada, de manera que, quienes entraban, veían el edificio de enfrente como encima de un escenario. El patio estaba rodeado de galerías porticadas encaladas de blanco que recordaban el estilo de un fuerte tejano de los que hemos visto en las películas del oeste; aunque tal vez seria más correcto decir que eran los fuertes tejanos los que recuerdan a la arquitectura mediterránea de a aquí.

 

Sin embargo aquello que contribuía mejor a trasladarnos en el tiempo eran los uniformes de la tropa que, a aquella hora, entraban o salían de paseo, reflejando sobre sus botonaduras doradas destacando contra el oscuro azul marino, la luz de las farolas.

 

Era la primera vez que veía tantos uniformes "de bonito" en un mismo plano. Realmente era bonito de ver, por más que me pese reconocerlo. Todo ese conjunto me hizo el efecto que acababa de entrar de extra en una película de John Ford, o que, en cualquier momento, veríamos pasar a Rin-Tin-Tin.

 

Por consideración a nuestros estómagos y bajo la mirada burlona y provocadora de los veteranos, que se fijaban en nosotros como si hubieran de escoger un burro en la feria, un esclavo para servirlos o una furcia en el burdel, nos metieron directamente en el comedor, que justamente era el edificio situado enfrente, aquel que estaba sobre el escenario.

 

Después de comer una sopa y no sé que otro tentempié, comenzamos  a correr. Y ya no pararíamos hasta un mes y medio después.

 

Espoleados por los suboficiales y cabos monitores, fuimos pasando todos en hilera de una sala a otra sin tiempo siquiera para respirar. Primero un grupo de veteranos provistos de maquinillas de esquilar nos raparon al cero. De toda aquella exuberancia pilosa que había trajinado el tren no quedó nada o, mejor dicho, quedó allí, desperdigada por el suelo.

 

Había tanto pelo como si le hubieran hecho una depilación púbica a la estatua de la libertad de Nueva York. Y, ciertamente, era para preguntarse: ¿que coño se había hecho de nuestra libertad?. Como a Sansón, tomándonos el pelo, también no quitaban los pocos derechos civiles que pudiéramos tener; a cambio se esperaba de nosotros (¡oh! contradicción bíblica) que fuésemos parte de las fuerzas del régimen.

 

Después, sin más criterio respecto a las tallas que el ojo de buen cubero de quien repartía, nos dieron el primer uniforme, no el "de bonito" sino el de guerra: una guerrera y pantalones de color verde y unas alpargatas de suela de cáñamo con cintas blancas; era la ropa que deberíamos ponernos después de pasar por las duchas, donde el agua acabaría de llevarse cualquier diferencia, opinión, forma, carácter o voluntad individual alcantarillado abajo, hasta disolverlos en el Mediterráneo. Nos  habían convertido en "pelones". Así es como los veteranos denominan a los reclutas una vez esquilados. En el escalafón militar no disfrutan de ninguna consideración. Son como las larvas de los insectos, pues ni tan siquiera llegan a la categoría de soldado raso, el estatus más bajo posible dentro del ejercito. No obstante y a pesar de su escaso valor, de los dieciocho meses de servicio previstos, la fase pelona, ocupa uno y medio; ¡ahí es nada! el esfuerzo que requiere el cambio).

 

Al final de este proceso, realizado todo él a la carrera, nadie conocía a nadie; era tal el grado de despersonalización al que nos habían sometido, que ninguno de nosotros era capaz de reconocer a quienes habían sido sus compañeros de viaje: todos parecíamos iguales. Si durante el viaje alguien había pactado algún tipo de complicidad, conjura o apoyo mutuo, había sido en vano, no había manera de saber con quien lo había hecho. Incluso era conveniente tocarse la nariz delante del espejo para estar seguro que la imagen reflejada era la propia. Si en lugar de aquel mono verde nos hubieran vestido con un pijama a rayas, nadie hubiera podido convencernos de que el próximo destino no seria el horno crematorio. De haber sido este el caso ahora no podría estar escribiendo estas líneas; pero, si bien el final de la película no fue tan terrible como el de los campos nazis, estoy seguro que los métodos preliminares eran los mismos y no me extrañaría nada saber que fueron introducidos en los cuarteles españoles por algún fugitivo escapado de los juicios de Nuremberg.

 

Lo que no puedo negar es la eficacia del método; en las pocas horas que duró aquel proceso frenético, todos los reclutas fuimos esquilados, duchados, vacunados, clasificados y pasado la revisión de bajos, o "revista naval" (llamada así por la tropa, no por tratarse de una revisión hecha en la marina, sino por efectuarse, literalmente, una  "revisión del nabo"). En mi caso, entre el frío y la angustia del momento tenia el "tubérculo" tan encogido que no llegaba ni a la categoría de rábano y, así y todo, tan solo mostraba la punta, pues, las hojas debían ser aquello que tenia cosquilleándome la garganta. Tanto es así que el enfermero que me lo vio estuvo dudando si darme la licencia en vista de mi escaso valor. Pero ni eso me sirvió, pues, como es bien sabido, al soldado "el valor se le supone"... no es menester que presente comprobantes. UTIL PARA TODO SERVICIO, constaba en la cartilla militar y así lo hizo constar en mi expediente.

 

Ahora solo quedaba tatuarnos el número en el antebrazo o plantarnos una chapa en la oreja y encadenarnos después al establo. Es verdad, hasta ese extremo no llegaron, seguramente no por falta de ganas; pero cuando a las dos de la madrugada, por fin, me tumbaba en una de las literas de la segunda compañía, mi ánimo no podía ser muy diferente de como deben sentirse los terneros el día antes de la ejecución.

 

A la mañana siguiente, después de mal dormir, en calzoncillos y solo cubiertos con una manta militar (aquellas de lana marrón con una franja blanquecina en cada extremo, que ahora suelen usarse para envolver muebles en los traslados), un rayo de sol en la cara me despertó, justo un momento antes de que el toque de diana -a las siete- y los gritos del cabo nos sacaran de la litera. Aquel rayo de sol en la cara seria, durante el mes y medio siguiente, mi aliado a la hora de levantarnos; me permitiría comenzar a vestirme antes de lo permitido, dentro de la cama, ganando tiempo a la precipitación forzada con la que nos obligaban a salir de la compañía, y conseguir, de paso, un lugar ventajoso en las colas de los lavabos.

 

Antes de meternos en la cama nos habían asignado una taquilla, a compartir entre dos, donde meter nuestras cosas que, en aquel momento, tan solo era la bolsa con la ropa de paisano y algún artilugio de limpieza, pues, el traje verde de trabajo que nos habían entregado era mejor, aseguraban, "plancharlo" bajo el colchón mientras dormíamos; de esta manera uno se aseguraba que nadie pudiera hurgarle en los bolsillos. Una recomendación que me pareció bastante acertada viendo la pinta del compañero de taquilla que, para simplificar el orden cuartelario, era también quien dormía en la litera situada sobre la mía. Seguramente era el tío más malcarado del barracón, con la cara grabada, aspecto nervioso, como si en su interior un mecanismo de muelles de los que llevan las navajas automáticas estuviera siempre a punto para sacar la hoja a lucir. De hecho era bastante dado a la bulla y siempre atento a que nadie le pisara el terreno. Un quinqui, seria el adjetivo que más fácilmente vendría a la boca de aquel que quisiera definirlo. En honor a la verdad, he de decir que a pesar de haber compartido taquilla y litera, nunca tuve con él ninguna cogida y estoy casi seguro que, de haberme visto en situación apurada, me habría secundado. Ya no recuerdo su nombre, pero se que venia de Málaga y, dado que era habitual reconocernos por el lugar de origen, hasta aprendernos los nombres, no era raro que muchos lo llamaran así.

 

El Málaga fue, de alguna manera, como yo lo seria para él, mi primer compañero de referencia dentro de aquella locura, su jeta era el mascarón de proa que me servia para encontrar mi lugar en la formación, después que la noche anterior nos hubieran borrado todas las facciones. A Pere Carbonell, desde el tren no había vuelto a verle, ya sea por designios del alfabeto u otro capricho del destino, había sido asignado a otra compañía y confinado en otro barracón. Esto significaba que solo podría verlo en los pocos ratos libres, contando que pudiéramos reconocernos después de la mutación.

 

 

 (II)

 

 

El camino de los lavabos quedó, aquella mañana, sembrado de tallarines blancos cuando, a la carrera, igual que en la noche anterior, nos pisábamos unos a otros las cintas de las alpargatas, mal atadas a causa de las prisas. (Con el tiempo todos acabaríamos por comprarnos, del propio bolsillo, chancletas de goma para ir a las duchas y zapatillas de lona -la conocidas "Bambas"- para los ratos de ocio, pero entonces tanto el presupuesto de intendencia como las ordenanzas solo preveían aquel calzado).

 

Alpargatas que, tal vez para que los pies no se nos escaldasen con tanta carrera, quedaban empapadas de agua después del recorrido por las letrinas, donde el cáñamo de las suelas había embebido toda el agua que admitían sus fibras como si intentara revivir. Y, de hecho, sobre cada una de aquellas suelas mojadas crecían unos esquejes de soldado recién trasplantados de la vida civil a la milicia; esquejes que, una vez vestidos y formados en el patio de armas, no tenían nada que envidiar a una plantación de cannabis; no tanto por la pradera verde que constituían nuestros uniformes como por el estado de alucinación en que nos encontrábamos.

 

 Aquel paso iniciático de la noche anterior por el simulacro de un campo de concentración nazi, después de una noche y un día de tren, había de tener por fuerza los mismos efectos que las actuales "rutas del bacalao", la diferencia principal: aquello que decantaba la balanza del "heavy" hacia el lado de la mili, era que allí no había mujeres. Para compensar ese déficit, aparte de las diversas vacunas contra no se sabia qué, que nos habían inyectado, se decía -ya era un tópico- que había bromuro en el café con leche y las tortas que nos daban para desayunar, como remedio para calmar las manifestaciones de la lívido, a las que están tan expuestos las criaturas de esa edad. Yo nunca supe si era cierto ese rumor, sin embargo no creo que fuera necesaria ninguna contribución química para dormir el eros de cada uno, era suficiente con no dejarnos tiempo para la imaginación.

 

Ni para comernos las tostadas teníamos tiempo. Todo debíamos hacerlo corriendo, pero nunca antes de haber recibido la orden. Debíamos esperar depié alrededor de la mesa la orden de sentarnos: después podíamos comer, pero sabiendo que los diez más retardados de cada mesa deberían recoger la vajilla. Un privilegio que todos queríamos esquivar deglutiendo mas rápido que los demás. Aquel prófugo de la justicia de Nuremberg, seria un mal nacido, pero conocía la naturaleza humana.

 

Antes que el café con leche llegara al estómago ya estábamos formando de nuevo en el patio, salvo los diez últimos de cada mesa que tardaban el tiempo justo de llevar los cacharros a la cocina.  A las ocho, después de este piscolabis, ya a partir del primer día, comenzaba la instrucción propiamente dicha.

 

Dado que nada más llegar ya nos habían agrupado por compañías, debía acabar de definirse la posición de cada uno dentro del conjunto; el punto geométrico dentro de la formación que cada uno debería conservar en relación a los demás, posición que debía defender con la vida si cabía.

 

Cada compañía se dividía en secciones y cada sección en pelotones, aquello que  -según el chiste- uno siempre había pensado que "formar por pelotones" quería decir formar porqué sí.

 

Para que de una ojeada, cualquier mando pudiera valorar el grado de disciplina de la tropa, según la perfección que dibujaran sus líneas, ya que, según parece, la seguridad de un país pasa en gran medida por la reproducción estricta, por parte de la tropa, de las fantasías geométricas de sus comandantes.

 

Que después las alucinaciones de un general sean capaces de poner freno de manera eficaz a las fantasías expansionistas del general contrario, es lo que llaman estrategia.

 

Se comprende pues que la imaginación de un general, para ser efectiva, requiera de una tropa absolutamente carente de imaginación. Imaginad (tan solo aquellos que no seáis tropa, por favor) ¿qué pasaría si cada oficial, sargento, cabo o soldado le diera por dibujar sus propias fantasías? Eso, en lugar de una tropa, parecería un baile "por soleares" y, entonces, tal vez el enemigo, en lugar de dispararnos, acabaría tocando palmas. Evidentemente de eso no podría decirse que fuera una guerra seria, como Dios manda.

 

Sería por eso que nuestros mandos no imaginaban nada, únicamente cumplían ordenes. Y sus ordenes eran que debían hacernos soldados costara lo que costara. Igual que habían hecho con los cursos (así es como se denominan a los reemplazos en la marina) anteriores, repetían incansablemente las mismas ordenes, los mismos insultos:

    - Cabeza alta, pecho fuera, hombros atrás...

    - Parecéis viejas, ¡coño!

 

Estos eran los argumentos más profundos que solía esgrimir el teniente (mayor teniente, para ser precisos) de nuestra compañía. Un viejo militar de sesenta años, esquelético y rancio, como las cuaresmas de posguerra -tal como debía ser si lo que quería era hacernos la Pascua- que nos conducía trotando -él el primero- cada mañana hasta las pistas de entrenamiento; donde llegábamos todos los reclutas medio ahogados, con la lengua fuera, mientras él seguía aun fresco como una rosa. Las pestes que imaginábamos contra él nos agotaban, seguro, más que la carrera.

 

Allí, en las pistas, cada cabo se hacia cargo de su pelotón para castigarnos con ejercicios gimnásticos, mientras el sol del Mediterráneo comenzaba a calentarnos las orejas que, al tercer día, como consecuencia de haber perdido la protección del pelo, todos teníamos adornadas de costras, talmente como si fueran galletas demasiado tostadas a las que se hubieran quemado de las puntas.

 

Creo que no fue hasta días después, con el resto de la ropa, cuando nos dieron la "teresiana" o gorra de color verde, como el traje de faena, que nos protegía la cabeza y la nariz con la visera, pero no las orejas. Las orejas y el cogote también las habría protegido la gorra desplegando las dos aletas laterales, abotonadas habitualmente sobre la cabeza, y abrochándolas bajo la barbilla; pues la teresiana, aparte del sol, también estaba pensada para proteger de las heladas y los sabañones en las orejas, si bien, en las latitudes donde los encontrábamos, con la primavera adelantada, hacer la instrucción con las orejeras bajadas habría sido tentar la lipotimia, aparte de contravenir el "porqué sí" de las ordenanzas.

 

A base de flexiones, ejercicios gimnásticos y carreras a ritmo de tambor y toques de corneta intentaban amoldarnos el cuerpo a la disciplina, hasta conseguir que aquel montón de borregos esquilados nos moviéramos conjuntamente, como un solo hombre, objetivo harto difícil de conseguir a juzgar por los constantes gritos que se nos dedicaban. Por contra, no hacia falta que nadie nos gritara cuando, a las diez, llegaba el furgón con el desayuno; entonces sí, como un solo hombre, acudíamos todos a recoger el bocadillo de longaniza; claro que este movimiento no tenia nada de estético, ni servia a los esquemas visionarios de ningún general, respondía tan solo a una necesidad básica ineludible que el ejercito no tenia más remedio que satisfacer. Media hora después volvíamos al "trabajo", y ya no parábamos de movernos ni cuando a la hora de comer nos daban la orden de sentarnos, pues, incluso sentados debíamos servirnos el rancho de patatas y garbanzos de las ollas dispuestas sobre la mesa, apresurándonos a vaciar el plato mirando por el rabillo del ojo de no quedar entre los diez últimos en abandonar la mesa.

 

La primera hora de la tarde la dedicábamos a las clases teóricas. Sentados en circulo, toda la compañía, alrededor de nuestro sargento, Don Francisco, mientras nos introducía en los misterios de las ordenanzas. Por ejemplo sobre la manera de vestir correctamente el uniforme: Todos los botones tienen que estar siempre abrochados. No se puede andar con las manos en los bolsillos. Para salir de paseo hay que llevar siempre un pañuelo en el bolsillo. Es obligatorio llevar la gorra puesta en el exterior de los edificios, sin embargo esta prohibido llevarla puesta en el interior. En los espacios cerrados la gorra de paseo debe colocarse bajo el brazo, mientras que la teresiana, una vez doblada, debe guardarse en el bolsillo exterior de la pernera del pantalón de trabajo. En caso de “pérdida” de la gorra uno deberá “procurarse” otra inmediatamente, pues el soldado que se halle sin gorra -descubierto- por un superior le será aplicado un correctivo.

 

Dado que las ordenanzas no contemplaban más que la entrega de una gorra no hace falta decir la importancia estratégica que adquiría la protección del recubrimiento craneal para cada uno, o las apremiantes alianzas que se establecían en caso de perdida con tal de "adquirir" otra.

 

Como decía una ordenanza, no escrita, en el ejercito no se pierde nada, solo cambia de lugar. Tan contundente como el dogma científico referido a la energía : ...solo se transforma.

 

Tampoco estaba escrito el discurso de bienvenida que nos dirigió el comandante del centro, al anochecer del segundo día. Lo tenia tan aprendido, era tan tópico, que seguramente cualquier veterano hubiera podido repetirlo de memoria con las mismas palabras. Básicamente vino a decir que deberíamos estar orgullosos de servir en aquel cuerpo de elegidos y que allí nos harían hombres. Era tan de cajón, como el discurso, que después de oírlo debíamos aplaudir, que nadie de los allí formados dudamos un momento antes hacer sonar las palmas. Pero...¿qué habíamos hecho? Ni que fuera obedeciendo un reflejo condicionado, nos habíamos dejado llevar por la espontaneidad del momento, algo que nunca puede hacer un soldado sin que se lo ordene un superior. Una lección que, después de las flexiones que nos ordenaron hacer acto seguido, no se nos olvidaría. Después, aprovechando la teatralidad de la situación, el comandante dio la orden, ahora sí, de aplaudirnos mutuamente por la lección aprendida, algo que tuvimos que hacer, esta vez a la fuerza, sin la más mínima convicción. ¡Sí señor!. La teoría, en el ejercito, también se aprende de manera práctica.

 

Poco a poco nos enseñaban a obedecer las ordenes, de forma automática y sin plantearnos siquiera la posibilidad de replicar. No había más razón que la de los galones, tal como rezaban los primeros artículos de aquella ley no escrita:

    - Artículo primero: El superior siempre tiene razón

    - Artículo segundo: En caso de duda aplíquese el artículo primero.

 

No obstante por debajo de la uniformidad comenzaban, de nuevo, a descubrirse personas, con sus peculiaridades y rasgos culturales, que la disciplina no había conseguido borrar. Diferencias que afloraban de forma evidente cuando, durante la bajada de bandera del tercer día (uno de los momentos más sagrados de la cotidianidad castrense, donde la inmovilidad en posición de firmes y el silencio son obligatorios), el sonido de las palmas proveniente de la cantina dejó bastante claro que los hijos de Andalucía comenzaban a reencontrarse. Apasionados por el flamenco, ninguno de ellos se había apercibido del toque de corneta.

  

 

(III)

 

 

En cada barracón, aparte del dormitorio del sargento de servicio y los lavabos de noche, el espacio destinado a las literas de la tropa estaba dividido en dos apartados, el recinto general de los reclutas y, en un rincón, al otro lado de un ángulo formado por taquillas, aquello conocido como "el submarino"; era la zona reservada a los cabos monitores y furrieles, donde los reclutas teníamos vedada la entrada, a no ser que fuéramos invitados.

 

No era infrecuente que los monitores fueran gente con un nivel de estudios superior a la media de la tropa, como maestros, administrativos o empleados de banca, en una época donde aun el numero de analfabetos era importante. Puesto que estas profesiones se daban en mayor número en las grandes ciudades, muchos de estos cabos provenían, por pura razón estadística, de Barcelona Valencia o Madrid, pues la capital de España, a pesar de no tener mar, era la sede del Ministerio de Marina, lo cual daba derecho a sus habitantes a formar parte de las fuerzas navales. Esto, junto con el tópico que a los catalanes se nos da bien eso de la economía (sino aquí estoy yo como excepción que confirma la regla) hacia que buena parte de los furrieles fueran catalanes. El de la segunda compañía  se llamaba Pere Marín Mulé, y era de Barcelona. El cabo José Antonio Reche de la Fuente, un valenciano, a quien el sargento, Don Francisco, delegaba toda instrucción que requiriese de una explicación comprensiva, era maestro. El cabo de mi sección, que si no recuerdo mal, se llamaba Eladio, era un guaperas madrileño, con aspecto de galán de Holywood de los años cincuenta. También era madrileño el cabo Sierra, un delgaducho nervioso, con tanta mala leche que los otros cabos lo utilizaban de "coco" cuando tenían alguna dificultad para apañárselas con los "pelones": Como venga el cabo Sierra os va a joder vivos a todos, nos decían.

 

De hecho, más de una noche nos tuvo de pié un buen rato al lado de la litera, a toda la compañía, a causa del despropósito de algún graciosillo después del toque de silencio. Pero estoy seguro que todo era pura apariencia, que "no era tan fiero el león como lo pintan" y, si bien disfrutaba haciendo de malo, era una parte más de la ambientación general para conseguir amoldarnos a la disciplina.

 

Visto de cerca no era muy diferente de los demás, como tendría ocasión de  comprobar las veces en que fui invitado al  "submarino". un privilegio al que pocos pelones tenían acceso y del que yo pude disfrutar, no por méritos propios, sino por pura casualidad.

 

Casualidad fue que, al llegar nuestro reemplazo, muchos de aquellos cabos fueran "abuelos" a punto de recibir "la blanca". Eso quería decir que estaban a punto de ser licenciados, que eran tan "viejos" en el cuartel que nada más acabar nuestra instrucción -antes de dos meses- les seria devuelta la cartilla militar (la blanca) con la licencia para volver a sus casa.

 

Yo no podía saber aun como era de importante este hecho para un "abuelo". De hecho no había más preocupación, ni tema de conversación para un veterano que la proximidad de la licencia: "A mamar pelones, que al abuelo solo le quedan treinta y cinco días de mili". Frases como estas estaban constantemente en boca de los veteranos, especialmente de aquellos que ya habían marcado, mes tras mes, diecisiete marcas en el interior de la teresiana y ahora solo les quedaba ir tachando números del último mes en un calendario de bolsillo. Se pasaban el día calculando las cifras, las horas, los minutos, los segundos que les quedaban por vivir dentro del cuartel y haciéndonoslo saber, para humillarnos todavía más a todo aquel montón de pelones que, recién llegados, ya habíamos perdido la cuenta de los días que llevábamos acuartelados.

La no observancia, por mi parte, de esta tradición -tal vez debido a mi mala cabeza para todo tipo de cálculos- una vez llegado el momento de mi licencia, y ya formados para salir del cuartel por última vez, cogió de sorpresa a compañeros de otros cursos los cuales cuestionaban que yo fuera "abuelo", cosa que, en ese ambiente donde la "vejez" es un mérito, su contrario deviene, inevitablemente,  un demerito: licenciarse como "pelón" era casi un insulto).

 

Fue uno de estos días, pues, que los abuelos nos llamaron, a mi y a un par de compañeros más, al submarino. Con la cola entre las piernas a causa del temor que nos provocaba esa distinción, entramos en el "santa santorum" de la compañía donde nos esperaban el furriel, Pere Marín y el cabo Reche.

 

El objetivo de aquella cita no era aplicarnos ningún correctivo, como en principio nos temíamos; al contrario, buscaban algún pelón un poco habilidoso en el terreno de las artes para que confeccionase un diploma recordatorio del curso que iba a licenciarse. Una de estas ilustraciones humorísticas donde poder aplicar, encima de cuerpos de caricatura, la "jeta" fotografiada  de cada uno de los "abuelos" de su curso.

 

Por esa razón habían buscado en las fichas de los nuevos reclutas aquellos que figurábamos con algún oficio relacionado con el arte. Como en mi caso dibujante era el oficio que constaba, allí fui llamado.

 

Nos pidieron si podíamos hacer un boceto para escoger que idea les parecía mejor y, a cambio, se comprometían a escamotearnos de las listas de servicios, como el de cuartelero, imaginaria o cocina, servicios por los que, de forma rotativa, habíamos de pasar todos los reclutas, pues tan solo el dudoso privilegio de la guardia nos estaba vedado hasta después de la jura de bandera.

 

La ocupación de cuartelero es una de las más estúpidas del cuartel. Consiste en vigilar la compañía durante todo el día, anunciando, a toda voz, a cualquier superior que pase por delante o entre en ella: ¡COMPAÑIA! UN CAPITAN (cuando este no era de la compañía), o ¡COMPAÑIA! EL CAPITAN (cuando era el nuestro). Esto tanto si había alguien dentro como si no lo había. La única vez que me tocó hacer este papel seria durante unas maniobras en Almería, estando de realquilados en el cuartel de Soto Mayor del ejercito de tierra. Por poco me cuesta "un puro" el hacerme el distraído para no tener que anunciar a un petimetre de sargento, recién salido de la academia, que pasó tres veces pavoneándose por delante de aquella compañía vacía, esperando que yo anunciara su visita. A la tercera me abroncó, obligándome a anunciarlo... a las ratas que allí durmieran.

 

El de imaginaria era lo mismo, pero de noche, cuando todos dormían, con lo que uno se ahorraba tener que anunciar a nadie. La tercera, de tres a cinco de la madrugada, era la más jodida, pues uno no dormía bien ni antes ni después de este servicio. El único consuelo consistía en vender submarinos; nombre que se daba a una de las distracciones que ya se había convertido en clásica para los imaginarias, se trataba de acercarse al oído de un compañero, aquel que durmiera con mayor placidez, para ofrecerle la compra de cualquier tontería, por ejemplo un submarino.

 

Tuve la suerte que los "abuelos" escogieran mi idea, esto me libró durante todo el periodo de instrucción de cualquiera de estos servicios. Tan solo una vez, que por más INRI fue en un día de fiesta, el de la Pascua Granada, me tocó el servicio de cocina. Después me enteré que la causa había sido una distracción, quiero pensar que involuntaria, del ayudante del furriel quien me había "hecho la Pascua".

 

De esta o similar manera era como se establecían las alianzas, por debajo de la uniformidad de las ordenanzas, entre un "jodio pelón" y los "abuelos" que, además, podíamos hablar, entre nosotros, con la lengua propia  y no "la del imperio"; circunstancia que , a mi personalmente, me hizo el periodo de instrucción más soportable y, al tiempo, darme cuenta de las "razones inescrutables del poder" que llevan a tener, unos, tres servicios seguidos, mientras que otros nos los ahorrábamos.

 

También dentro del cuartel la igualdad era una falacia. Sobretodo delante de evidencias tan aparentes como la de aquella rubia despampanante con minifalda, zapatos de talón y labios pintados que apareció uno de los primeros días por el cuartel, convocada como recluta en razón de la única cosa que la identificaba como varón, la V del carné de identidad y, seguramente, también algún otro atributo que, justamente, el departamento de enfermería se ocupaba de investigar cuando corrió la noticia de su presencia por todo el centro de instrucción.

 

Nunca llegué a saber si, en este caso, el diagnostico final fue V o M, pero si que tuve ocasión de ver los resultados de otros intentos de integración en la milicia, he de decir que no muy logrados, de algunos travestidos (suponiendo que nuestra transformación no mereciera el mismo calificativo; por mucho que no nos cambiaran el sexo, pretendían potenciarlo hasta la exageración).

 

A pesar del proceso de transformación, rapado incluido, por el que todos pasábamos, el uniforme no conseguía esconder aquel cimbreo de feminidad con el que se movían estos personajes y los militares optaban, ante el riesgo de alboroto en aquel gallinero compuesto solo de pollos, por confinarlos al servicio de cocina donde se les veía siempre vestidos de blanco y cogidos del brazo unos de otros. Una estampa bien contradictoria y opuesta a la que pretendían de nosotros, aquella tan tópica del macho guerrero.

 

Contradictoria, igualmente, pero en el extremo opuesto, era el caso de aquel recluta infantil. Un chaval de quince años voluntario que había podido acceder finalmente a la Infantería de Marina después de esperar un año la autorización de los militares. No había en el cuartel nadie con tanta convicción a la hora de marcar el paso. Toda la tropa nos quedábamos boquiabiertos de su entusiasmo al verlo desfilar, detrás de todos, a causa de su talla (en la formación nos ordenaban por alturas, los altos delante y los bajitos detrás), con la compañía de voluntarios especialistas, aquellos que tenían previsto hacer el curso de "cabo rojo" (por el color de sus galones, no porque fueran ninguna extensión del ejercito soviético) y pasarse tres años en la marina, para reengancharse, tal vez, como suboficiales. Opción no elegida, al final, por nuestro "cabo Rusti". Se licenció, como nosotros, nada más tener oportunidad: un año y medio después. Fue suficiente para quemar su entusiasmo inicial.

 

El resto de la tropa, aquellos que habíamos ido forzados y ya de entrada contábamos estar no más de lo imprescindible, era lógico que no llegáramos ni a la mitad de su empuje.

 

Cuando ya se pareció del todo al "cabo Rusti" fue al vestir el uniforme azul "de romano", pero esto no seria hasta el otoño siguiente, pues, cuando unos días después nos dieron el resto de la ropa, con los uniformes de paseo, el reglamento ya ordenaba vestir la variante de verano con la sahariana blanca al estilo de los antiguos exploradores.

 

Peculiaridades había otras que el uniforme tampoco podía esconder, como el habla y las maneras de hacer que delataban el lugar de procedencia.

 

A pesar de la imposición del castellano para todos, era suficiente que alguien abriera la boca, para que cualquiera pudiera decir sin dudarlo la provincia de procedencia de quien hablaba.

 

Gallegos, asturianos, vascos, catalanes, valencianos, mallorquines, murcianos, andaluces...Aquel mosaico de acentos dibujaba el perfil de la península a través de las distorsiones del habla castellana características de cada lugar, lo cual dejaba en franca minoría a los provenientes de la capital, Madrid, a la hora de mantener la pureza de la lengua mesetaria. Y más teniendo en cuenta que buena parte de los madrileños  eran hijos de inmigrantes provenientes de otras provincias, meridionales la mayoría, igual como pasaba con los de Barcelona. No obstante, cualquiera nacido al sur de Despeñaperros se consideraba en el derecho, y tal vez en la obligación, de erigirse en salvaguarda de la lengua de Castilla, enfrente de posibles contaminaciones de lenguas "separatistas"; cosa que hacían a menudo, en perfecto acento andaluz, recriminándonos a los "polacos" el hacer uso de nuestra lengua: "Joe´ pi´xa! ¿zi zabei´ habla´ en e´paño´, po´qué zu empeñai´ en habla´ el jodi´o catala´?. ¿Como hacerles entender que eso de la lengua es algo que no se elige, que a uno le pilla de pequeño -como el sarampión- y sin que tenga, por ello, la intención de hacerle la puñeta a nadie?.

 

Y es que no había rareza más difícil de oír en la marina española que el habla de Castilla. Tan solo los madrileños más castizos o los asturianos, herederos de Don Rodrigo, les estaba dado este privilegio.

 

Aparte de la lengua, aquello que también marcaba era la procedencia rural o urbana de cada uno.

 

Si en cualquier lugar la procedencia rural  hacia más evidente las diferencias culturales, era entre los canarios donde esta distinción se hacia más evidente. Mientras que los procedentes de las capitales insulares, Santa Cruz o Las Palmas, no se diferenciaban de otras ciudades a no ser por el acento característico de las islas, los provenientes de las poblaciones rurales tenían aquel aire amedrentado que había dado lugar al calificativo "aplatanado" para definirlos.

 

Teniendo en cuenta como estábamos de acojonados todos los peninsulares al llegar al  Centro de Instrucción de Cartagena, no debería habernos extrañado nada el aspecto de animal acorralado que ofrecían estos isleños al llegar, unos días después. Si los de las capitales avezados al turismo ya tenían un aire más cosmopolita, los de los pueblos, en cambio, no solo no habían salido nunca de su isla, sino que algunos probablemente ni siquiera se habían movido de su pueblo. Seguramente aquella debía ser la imagen común que ofrecían, pocos años antes, todos los reclutas de la península provenientes del mundo rural, cuando la mili era para muchos la primera, y tal vez única, ocasión que tenían para salir de su pueblo. Tanto es así que muchos, deslumbrados por el progreso de la capital, ya no volvían al pueblo después del periodo militar.

 

En el año 75 este choque entre la tradición y el progreso tan solo se reflejaba en las órbitas oculares de los "aplatanados" canarios, pues, aun que los demás estábamos igual de cagados a causa de la disciplina, la pátina de educación urbana nos había enseñado a disimularlo escondiendo bajo una fanfarronería hipócrita las ventosidades que nos removían las entrañas.

 

Por contra, el desconcierto de los pobres canarios se manifestaba de forma harto evidente cuando, uno de ellos, informado que debía esquilarse (el haber llegado unos días más tarde los había librado del frenesí clasificador aplicado sobre nosotros la primera noche), en lugar de pasar por la barbería, no se le ocurrió otra cosa que coger la maquinilla de afeitar reglamentaria, tipo "palmera", que entregaba a cada uno la marina, y pasársela por el cogote el mismo. El resultado ya podéis imaginarlo, el escalado de aquel cráneo no consiguió borrarlo ni el rapado al cero que posteriormente se le aplicó siguiendo las ordenanzas. Tres semanas  tardó en crecerle el pelo hasta esconder el estropicio allí donde la teresiana no llegaba a tapar los trasquilones de la parte del cogote.

 

No fue hasta la segunda semana de estancia en el centro de instrucción cuando nos subieron a los camiones para llevarnos al almacén de intendencia de la marina, situado allá abajo, en la ciudad de Cartagena.

 

Aun recuerdo el olor de cuero de las botas que impregnaba todo el almacén; una olor tan característica que a partir de entonces siempre he asociado a ese momento. Aquella olor de curtido era tan potente que escondía las demás olores posibles que pudiera haber; especialmente teniendo en cuenta que todavía vestíamos el mismo uniforme verde y las alpargatas de cáñamo que nos habían entregado nada más llegar;  a pesar de que nos duchábamos diariamente después de la instrucción, el uniforme hubiera podido aguantarse de pie y marchar solo. Allí, después del petate blanco, nos dieron dos uniformes más de trabajo; tres mudas de ropa interior blanca; el uniforme de paseo azul, más tres camisas, tres saharianas blancas y la gorra de plato; unas botas de campaña de caña alta, con aquel olor tan característico, y unos botines de paseo acharolados, acompañados de un cepillo para su limpieza; unos guantes de color avellana de campaña y otros blancos para los desfiles y fiestas importantes (que, en mi ingenuidad, llevé a la lavandería, habiéndolos usado solo una vez, donde me los cambiarían por unos agujereados); un jersey y un pasamontañas verde de lana; dos cinturones, uno de cuero marrón para los pantalones y otro negro con hebilla dorada con un ancla grabada, para llevar sobre la chaqueta, que junto con las dos hombreras completaba la decoración del uniforme y, finalmente un chaquetón azul, grueso, ribeteado de rojo y con botones dorados, para librarnos del frío si, viniendo el caso, el destino nos enviaba hacia el norte, a una zona húmeda como El Ferrol, o de inviernos mesetarios como Madrid.

 

 Esta era toda nuestra provisión de ropa para pasar un año y medio, que llenaba todo el petate convirtiéndolo en un fardo de peso bastante considerable y difícil de trajinar. Con aquello sobre la espalda  -parecíamos caracoles verdes con cáscara blanca- nos devolvieron al cuartel donde, por fin, podríamos cambiarnos de ropa  después de intentar acomodar todo aquello en la media taquilla correspondiente a cada uno, procurando arrugar el mínimo posible el uniforme "de bonito". Debíamos conseguir mantenerlo en perfecto estado de revista si queríamos salir de paseo el próximo fin de semana; la más mínima incorrección en el vestuario significaba tener que esperar el próximo turno de salida cuando el teniente nos pasara revista una vez formados en el pasadizo del cuerpo de guardia.

 

Un vuelo de saharianas y gorras blancas caminando sobre pantalones azul marino con rayas rojas, llenó el patio de armas  aquel primer día de salida. Ya en la formación, mientras añadíamos brillo al charol de las punteras de los zapatos restregándolas contra la parte posterior de la pernera del pantalón, anhelantes por cruzar aquel arco del cuerpo de guardia que nos separaba del mundo civil, tan alejado de nosotros durante aquellas eternas dos semanas; solo el temor al castigo nos retenía de salir corriendo mientras el teniente se aseguraba que botones, cuellos, cogotes, gorras y demás parafernalia se ajustara a la normativa.

 

Un requisito indispensable que debíamos llevar en el bolsillo, además del pañuelo, era el carné militar, aquella cartulina blanca con la foto uniformada de su titular, que nos habían hecho al día siguiente de recibir el uniforme "de bonito": alineados como el primer día, habíamos pasado uno por uno delante de la cámara vestidos con el pantalón verde y la chaqueta azul, puesto que solo el cuello de esta debería salir en la foto, y del cual colgaba una tablilla de madera pintada de blanco con el número de identificación personal escrito en ella : C5 - 2177 era el mío. Aquel que no se atrevieron a grabarnos en el brazo, pero que llevo en la memoria igualmente tatuado.

 

Esto significaba que yo era el recluta 117 de la segunda compañía, del 3 er. curso (el C) del año 5 , el 75 en este caso, y que no era necesario especificar puesto que no volvería a haber otro 5 hasta la década siguiente, cuando nosotros ya habríamos pasado a la reserva. ¡Y por Dios, que a ningún otro año, desde entonces (aparte, tal vez, de cuando 23 F) le ha tocado vivir una situación de crisis como la nuestra!.

 

No hace falta decir que nuestra pinta, con aquella tablilla numerada colgada al cuello, era la de unos presidiarios y el carné la de una ficha policial.

 

Después de comprobar que íbamos provistos con la documentación correspondiente, el teniente autorizó la salida.

 

Superados todos los requisitos, una vez cruzada, en formación, la puerta, el esperado "rompan filas" del cabo nos despojó de las amarras, al menos hasta donde permitía el lastre del uniforme.

 

El kilómetro de avenida pendiente abajo que separa el Centro de Instrucción de la ciudad de Cartagena se fundió en un vuelo de los palominos blancos, recién soltados, que éramos nosotros, los cuales volvíamos a llenar, con la regularidad acostumbrada de las migraciones, las calles de la ciudad. Un hecho tan cotidiano para los habitantes de Cartagena, como insólito para aquellos que lo protagonizábamos por vez primera.

 

Insólito por el descubrimiento de una capital desconocida, insólita por la novedad del  uniforme que nos hacia destacar de los civiles de una manera tan evidente - y mirándonos con el rabo del ojo en los escaparates- a pesar de que en aquella ciudad portuaria fuera casi más normal vestir de uniforme que de ropa de paisano. Cosa imposible, por otra parte, pues la ropa de paisano que vestíamos al llegar, nos obligaron a devolverla en forma de paquete postal, al domicilio de cada uno como si se tratara de los despojos de aquello que ya nunca volveríamos a ser: unos adolescentes.  La milicia debía hacernos hombres.

 

Tal vez por la misma razón muchos compañeros se dirigían, como primera visita a la ciudad, al Molinete, el barrio conocido por sus locales de prostitución, imprescindibles en lugares como estos con tanta tropa. Seguramente sea este oficio, nunca reconocido,  aquello que asegura, mejor que el bromuro, la tranquilidad en los cuarteles por lo que respecta al comportamiento insubordinado de la zona corporal situada al sur de los correajes.

 

Otros, en cambio, más reprimidos por la moral religiosa, nos conformábamos con la visita al monumento portuario del submarino Peral. Un objeto de culto, tecnológico en este caso, que tampoco puede esconder la apariencia fálica de su forma. A pesar de la diferencia de tamaño entre ambos organismos, es el más pequeño quien se lleva la palma en cuanto a potencia. Digan lo que digan cualquiera de las religiones (la moral y la tecnológica), por mucho que evolucionen las técnicas de propulsión, la potencia del mayor siempre al menor la debe, y la insatisfacción de este es quien lo comanda (negadle a la tropa la posibilidad de desfogarse y ofrecedles como botín una cacería  de sexo, y no tendréis tropa más aguerrida).

 

Si en esta ocasión me decidí por la visita cultural, fue más por el temor de unas purgaciones adquiridas con una relación pagada, tan esgrimidas por los guardianes de la moral, que no por una profesión de fe hacia la religión científica.

 

Mi compañero en esa primera salida ya era Joaquím Boixadera; un chico delgado, mecánico de profesión, hijo del pueblo de Casserres, del que me había hecho amigo en los días precedentes, seguramente a causa de la afinidad de caracteres, en el que probablemente tenia mucho que ver el origen rural de ambos.

 

El caso es que nos habíamos convertido en inseparables, dado que, en aquel maremagnum de individuos compartiendo forzosamente un mismo territorio, no era fácil saber en quien confiar. Joaquim me inspiraba la máxima confianza, lo que no habría podido asegurar de muchos otros.

 

Acompañado de Joaquim visité Cartagena todas las veces que nos dejaron salir del cuartel. Fue también gracias a él que pude conocer las denominadas Defensas Portuarias. No recuerdo ya si fue el primer o segundo domingo de salida que nos dirigimos a las denominadas defensas  porqué allí servia un marinero de Casserres amigo de Joaquím.

 

 Estas instalaciones situadas, unas, en un extremo de la bocana y, otra, en la pequeña isla situada a la entrada del puerto, acogían la pequeña dotación de marineros encargados de vigilar el acceso al puerto. Dado que nosotros accedimos por tierra firme, a pié y vistiendo uniformes que nos acreditaban como camaradas, no era de esperar que nadie nos cerrara el paso. El salvoconducto definitivo, fue decirle al centinela de la entrada que íbamos a visitar al amigo de Joaquím. Esto fue suficiente para ser recibidos como en casa. Comparado con la rigidez de nuestro centro de instrucción, donde la disciplina y las ordenanzas controlaban hasta el más mínimo movimiento, aquel destacamento era un cachondeo.

 

Constituido por no más de diez marineros el destacamento de las Defensas Portuarias era lo más parecido a un piso de estudiantes donde cada uno hacia aquello que  le venia en gana. Aquello era una verdadera "casa de lenocinio" donde "la madame" - el subteniente "ojo pava", sobrenombre otorgado por los marineros-,  un hombre con el aspecto de un maestro de escuela de la posguerra, no intervenía para nada en tanto los servicios asignados al destacamento, que los marineros se repartían entre ellos, quedaran cubiertos, ni que fuera en apariencia. Porque, al fin y al cabo, ¿cual es la función de los militares, en tiempo de paz, sino aparentar que vigilan?.

 

Dentro de aquella fortificación, bajo la más amenazadora que real presencia de los cañones, encontraríamos una isla de acracia, protegida por la apariencia de disciplina militar. Ese domingo soleado de mayo, en la bocana del puerto de Cartagena, diez marineros, con el consentimiento de su comandante "ojo pava", nos ofrecieron a dos pelones de Infantería de Marina -sin sahariana, con la camisa desabrochada, saltándonos todos las normas de  policía -todo el gozo, libertad, acogimiento y vitalidad de la Mediterránea... en forma de pollos asados y vino de garrafa. Sin duda la mejor fiesta de bienvenida que nuestra hospedera común, la Marina, podía ofrecernos.

 

Cuando esa noche bajo la luz crepuscular enfilábamos el kilómetro aproximado de subida que separa Cartagena del CEIM, ebrios de salobridad, luz y libaciones báquicas, hacíamos votos para que estos mismos dioses de la Mediterránea nos procurasen un destino tan gratificante como el de las Defensas Portuarias, y unos mandos tan dados a hacer la vista gorda como el subteniente "ojo pava".

 

 

(IV)

 

 

Los días siguientes en el cuartel serian, como los anteriores, una constante carrera; cargando los cuatro kilos y pico de la nueva prótesis que nos habían adjudicado y a la cual deberíamos cuidar a partir de entonces, aquello que definitivamente nos convertía en soldados, más allá del uniforme y las insignias; aquello que realmente nos hacia peligrosos, era tener en las manos un fusil.

 

No era extraño, pues, el ablandamiento psicológico al que nos habían sometido antes de ponernos aquella herramienta en las manos. Los insultos, vejaciones, improperios, descalificaciones personales, que tan generosamente nos dedicaba el estamento chusquero -aparte de arrasar cualquier vestigio de decisión personal o fanfarronería, comprobando de paso que nadie seria capaz de desmandarse- debían tener por fuerza, algo del ladrido del perro viejo temeroso de perder el respeto y la autoridad que imponía a los jóvenes cachorros, a medida que a estos les crecían los dientes y las uñas.

 

Seguramente esta era la causa que, a aquellos mosquetones Máuser, cuyo brillo tanto esfuerzo y dedicación nos exigía, no eran más que unos cachivaches fuera de servicio, tan viejas como nuestro escuálido mayor teniente, y para los cuales -incluyendo al teniente- ya no había  recambios ni munición.

 

Los cuatro kilos de madera y metal de nuestros fusiles de instrucción eran como un mango de escoba, sí bien de apariencia más contundente y amenazadora, especialmente con la bayoneta calada. Pero a pesar de que su eficacia fuera tan solo aparente aquel chisme imponía respeto. Si como decía mi abuelo "una vez de una escopeta de caña salieron ocho balas", valía más no fiarse mucho de las apariencias  a la hora de manipular un fusil auténtico por más que estuviera jubilado.

 

Más de una vez el desprendimiento de una correa gastada por el uso, junto a la impericia de los reclutas durante los ejercicios propios de la instrucción, habían estado a punto de provocar lesiones entre la tropa. De hecho yo mismo puedo dar fe por propia experiencia, cuando el mismo día de la jura de bandera, en plena formación, el compañero de atrás en un movimiento de "¡descansen armas !" mal calculado, se llevó la gorra de mi cabeza con la punta de su bayoneta. Vino de un no se qué que no me plantara aquel cuchillo tan reluciente en el cogote mandándome al otro barrio.

 

Tenían tan claro los militares que, tan peligroso como el arma, era la torpeza en su uso, que, para enseñarnos a lanzar granadas, comenzábamos tirando piedras (seguramente debe ser el arma más antigua) toda una tarde; podríamos decir a la manera que un pastor lo haría con su rebaño, a no ser que, en lugar de lanzar la piedra lo más lejos posible, no eran pocas las veces en que se veía a un recluta lanzándola en vertical sobre su cabeza que a punto estaba de abrirle la cabeza en el camino de vuelta. Si estos ejercicios los hubiéramos hecho directamente con granadas, seguro que no habríamos quedado en condiciones de hacer ninguno más.

 

El caso es que de granada autentica -aquella especie de bote de las esencias de baquelita negra provisto de un delantal que, al tirarla, desprendía el seguro y provocaba el infierno- tan solo tuve ocasión de lanzar una, la única vez que fuimos al campo de tiro a lanzar granadas; pero como había más reclutas que granada para lanzar, fue el cabo Reche quien, como atención personal por haberles hecho el cartel recordatorio de los "abuelos", quiso hacerme el "favor" de dejarme tirar aquella cosa, por más que quise hacerme el remolón.

 

Sacaban las granadas de un tubo de plástico verde (una vez vaciados iban bastante bien para guardar dibujos) y mientras el sargento le introducía el detonante por la parte de abajo, como un supositorio ("supositorio: dícese de una especulación... hecha con el culo"), el recluta -yo, en este caso- se cubría el tarro con un casco doble, metálico, el exterior, y de fibra de vidrio, el interior (con la forma utilizada por el ejercito americano, no el del ejercito español, parecido al de la Alemania nazi), después, ya con la granada en la mano, avanzaba unos cuantos pasos en dirección a una fosa, entonces desenroscaba el tapón de seguridad con una mano, mientras sujetaba la granada y el delantal del seguro. Después, en el mismo movimiento con que uno lanzaba la granada dentro de la fosa, se aplastaba contra el suelo procurando no perder el casco que debía protegerlo de la lluvia de piedras provocada por la explosión. En esta posición de lapa tan solo el estrépito de la onda expansiva indicaba que se había conseguido el objetivo. Como en la bíblica huida de Lot y su familia de Sodoma, el espectáculo no podía ser contemplado sin riesgo de convertirse en estatua de sal. Al final la cara y el uniforme cubiertos de polvo y una reverberación en los tímpanos era el único recuerdo tangible que le quedaba al autor, después de haber desatado aquel mini cataclismo, así como el dudoso orgullo de haber liberado a aquel genio, con una mala leche de mil demonios, que ha poco dormía dentro de un bote de baquelita negra.

 

Por lo que se refiere a nuestro inseparable fusil Máuser, aquel chisme que debíamos tratar, según los militares, como si fuera nuestra novia, no era posible oírle la voz; pues, ni que se diera el improbable caso de encontrarle la munición adecuada, cabría la posibilidad que le estallara a uno el cerrojo en los morros, dado su precario estado de conservación. Que, a eso, los militares, en sentido metafórico lo calificasen de novia, dice mucho de su inconsciente en lo tocante a su relación con las mujeres: "Hay que tenerlas con la boca callada, si uno no quiere que le salten los dientes con el cerrojo".

 

Si bien aquella novia nunca nos dijo nada, si tuvimos ocasión de oírle la voz a otra de su misma especie. En una de las visitas al campo de tiro, mientras nuestras silenciosas novias descansaban, mutuamente apoyadas en grupos de cuatro formando cabaña, nuestros superiores nos proporcionaron otros Máuser, más nuevos, para practicar el tiro al blanco y al tiempo nos familiarizáramos con el sonido de las balas.

 

Por muy avezado que uno esté a oír los tiros en las películas de guerra o del oeste, siempre sorprende el estrépito verdadero de las balas; un sonido que ninguna onomatopeya es capaz de captar. Ni el ¡BANC! ¡PAM! o ¡PLAM! más expresionista dibujado en un "Tebeo", ni el reproductor de sonido más avanzado, puede dar idea de la detonación de un arma de fuego, fuera de ella misma.

 

Es característica común entre la gente que escucha por primera vez el estrépito de las balas confundirlo con el sonido de los petardos, las tracas de fiesta mayor o la "mascletá" valenciana y, ciertamente, es el que más se le acerca, puesto que ambos son de la misma naturaleza. Es como el estallido de un látigo, una tremenda bofetada dada al aire, que retruca en el hombro del tirador quien, de no tener el arma bien afirmada, puede acabar dislocado.

 

Nunca hacemos bastante caso del habla de las cosas, del lenguaje de los objetos, que nos indica su estado. La voz del viento, el repique de las herramientas, la vibración de las máquinas, el petardeo de los motores... sonidos que acarician, acompañan o se quejan del uso abusivo que hacemos del objeto. Igual que la voz humana, el tono con el que nos hablan -más que aquello que se dice- da fe del estado en que se encuentran. La voz de los fusiles, como la de los petardos, dice de la energía concentrada que necesita encontrar salida.

 

 

     20 de diciembre de 1998

 

Arrastrado por la nostalgia de escribir estas páginas, o tal vez a causa de un síndrome de Estocolmo mal reprimido, busco la antigua agenda donde tenia apuntadas las direcciones y teléfonos de mis excompañeros de cuartel, a los cuales no he vuelto a ver desde poco después de terminar el servicio, ya hace 23 años, justamente los mismos que teníamos entonces. Media vida hace pues que no nos vemos.

 

Tan solo encuentro dos direcciones, las de quienes habían hecho de intermediarios en el último encuentro. Pero, claro, es la dirección de sus padres y ellos ya no viven allí. Esto me dijo la madre del primero al que llamé, Bernabé Moral Rama. Que sigue viviendo en el mismo pueblo, Sant Joan Despí, pero que no pudo darme ni la dirección ni el teléfono, pues de lo primero no recuerda el número, a pesar de que sí me ha dicho la calle, de lo segundo porqué tiene mal la vista y no puede leerme el número; y, claro, tampoco puede anotar el teléfono que yo quería darle para que él me llamara a mi, cuando viniera a verla, pues, al ser domingo -me dijo- acostumbra a pasar a verla a la hora de comer.

 

Volveré a llamar a esa hora para ver si lo pillo allí. Al hacerlo, la mujer me dice que no ha ido, que tal vez pase más tarde. Acordamos que le enviaré una carta a casa de su madre y esperaré a que sea él quien me llame.

 

Con respecto a la segunda dirección, la de los padres de Diego Hidalgo Banderas, no hay teléfono, solo se que es de Santa Coloma de Gramanet. Busco en la guía telefónica su nombre...y lo encuentro. Llamo y me sale la voz femenina de un contestador que dice el nombre de una mujer. Vuelvo a llamar al anochecer; esta vez me contesta la propietaria de la voz. Pregunto si puedo hablar con Diego. Me dice que no. Insisto -¿Por qué no puedo hablar?- pregunto.

- Pues porqué ha fallecido- responde. Me quedo helado. Con esto no contaba. Esperaba cualquier cosa menos una noticia así.

- Perdone, no sabia nada- le pido disculpas.

- ¿Quién es usted?- me pregunta ella.

- Soy un excompañero de la mili, hace muchos años que no sabia nada de él. Tal vez le suene mi nombre...? Ella me responde que no. Le pido disculpas nuevamente y cuelgo.

 

 

(V)

 

 

Por esa época no conocía aun ni a Diego ni a Bernabé.

 

Durante el periodo de instrucción en Cartagena, mientras sacábamos brillo a los herrajes del mosquetón friccionándolas contra las bayonetas, limpiando los botones dorados de la guerrera, memorizando las graduaciones de los mandos contando galones y estrellas, todo ello a al carrera; ninguno de nosotros sabia cual iba a ser su destino.

 

Tan solo teníamos ganas de acabar con aquel trotar constante del cual solo nos libraba temporalmente el salir "francos de paseo" a partir de disponer del uniforme de paseo, cada día al atardecer, o desde la mañana a la noche, los fines de semana. A no ser que uno tuviera la residencia familiar cerca, algo que le daba derecho a disfrutar de libertad todo el fin de semana acogiéndose al permiso de "franco de ría". Los pocos privilegiados que disfrutaban de esta situación salían los viernes por la noche y no volvían hasta el lunes, a las ocho de la mañana, antes de comenzar la instrucción. A no ser que estuvieran arrestados o tuvieran algún servicio. Las "franquicias" se convertían así en moneda de cambio: la amenaza de su retirada servia a los superiores como instrumento para imponer disciplina -vil chantaje- , y también, entre los compañeros, el intercambio de servicios el fin de semana era objeto de mercadeo, tanto como de favores y pactos. Lógicamente quienes más negociaban eran aquellos que tenían acceso al "franco de ría" semanal, pero todos intentaban esquivar los servicios de fin de semana, considerados -a menudo lo eran- unos castigos peores que la instrucción. Que a uno le tocara servicio de cocina en día festivo era una doble penitencia, por la dureza del servicio y por no poder salir del cuartel. Por experiencia lo digo, pues, como ya conté, por un olvido del pacto no escrito que yo tenia con los "abuelos" (o que otro compañero había sabido negociar mejor que yo) el furriel me adjudicó un servicio de cocina en día de fiesta. De hecho fue la única vez en todo el servicio que pude "disfrutar" de este "privilegio", pero puedo asegurar que hacer de pinche de cocina, en un restaurante de más de mil comensales, no es una experiencia recomendable, a poco que uno pueda prescindir de ello. Si bien no requería de ninguna especialización, estarse todo el día de pié, restregando y moviendo cazuelas, es bastante más agotador que marcar el paso, un rato, trotando detrás del resplandor de las estrellas de cinco puntas (¿de qué sino?) de nuestro mayor teniente, Dios lo tenga en la gloria, si no es que aun vive.

 

El caso es que aquella fiesta no pude salir de entre las cazuelas. Y por poco no salgo tampoco el domingo siguiente, justamente el día en que mi madre, con tía María y el tío capellán (hermano de ambas; aquel de quien decía mi abuelo  que siendo el único hijo varón,  había acabado poniéndose faldas) habían venido a verme.

 

Ya en la formación de salida, acicalado con el traje de paseo, con los botones dorados relucientes sobre la sahariana blanca, la gorra calada hasta las cejas, los zapatos de charol recién lustrados, sin olvidar una última limpieza contra la parte de atrás de la pernera del pantalón...y, hete aquí, que el teniente de guardia me dice que he de pasar por la barbería para que me esquilen el cogote. Después de tres semanas sin haber podido utilizar el peine, y ese hombre me vuelve para atrás por tener "massa llana al clatell" (demasiado pelo en el cogote).

 

Mientras, mi madre y los tíos esperándome fuera y el altavoz repitiendo una y otra vez que tenia visita. Ellos desesperados fuera, y yo haciendo cola en la barbería esperando que me borraran con la maquinilla aquella sombra insolente de pelo que se había atrevido a desobedecer las ordenanzas. Curiosamente ahora, cuando está de moda llevar el pelo rapado, desaparece la mili obligatoria. Será que la disciplina cuartelaria ya ha quedado corta al lado de lo que ordena la moda.

 

A la segunda revista, justo un segundo antes que la impaciencia del tío capellán arrastrara pendiente abajo la ilusión de sus hermanas por verme, con el cogote más limpio que una patena, el teniente me dio el visto bueno para salir.

 

La ilusión quedó satisfecha  sobradamente al verme salir vestido de blanco; angelical como no me habían visto ni en mi primera comunión -en esa ocasión el traje era prestado, más parecido a un uniforme de camarero, expresamente alejado de las veleidades guerreras que acostumbraban a llevar los hijos de casa bien o quienes querían imitarlos-. Ahora, en cambio, vestía como un almirante; salvando las distancias, naturalmente; pero, obviando estas, el parecido entre un recluta pelón y un viejo militar con derecho a lucir entorchados en la bocamanga, era el mismo. El efecto era tan aparente que problemas tuvo mi madre para reconocerme entre tanto palomo blanco.

 

Una vez reencontrados, siguiendo aquel vuelo de saharianas blancas, por fin pudimos abandonar el cuartel y pasar -incluyendo a mi nuevo amigo Joaquím- un día familiar en Cartagena. Entonces no tenia idea que pasaría cerca de cinco meses antes de volver a ver a nadie de la familia.

 

Como estaba previsto, después de un mes y medio de instrucción, estábamos -debíamos estarlo- a punto para la jura de bandera. Habíamos ensayado todos los movimientos posibles, por lo que respecta a las armas y a la alineación que requieren los desfiles. Habíamos practicado el tiro con mosquetón y fusil ametrallador (CETME) prestados para la ocasión. Habíamos sacado todo el brillo posible a los destartalados mosquetones de la instrucción. Unos mosquetones que habían servido tantas veces para la jura de bandera que solos habrían sabido hacerla. Lustrado botas y botones. Memorizado todas las graduaciones, emblemas y distinciones posibles del escalafón militar de tierra mar y aire; los nombres de todos nuestros superiores, desde el cabo hasta el ministro de Marina, el entonces almirante Pita da Veiga, de infausta memoria. Montado y desmontado las armas "hasta saber hacerlo incluso a oscuras" (era un signo de los tiempos que la novia fuera pudorosa, y esta no debía serlo menos), cabe decir que debido a mi inexperiencia, entonces, en este y otros quehaceres, ni a oscuras ni a plena luz...

 

Los himnos aprendidos para los desfiles tampoco ayudaban nada para que la cosa fuera de otro modo. Lilí Marlén, era el de la segunda compañía (el fugitivo de Nuremberg, otra vez): "Cuando al partir / viniste, siempre fiel / a decirme adiós / a la puerta del cuartel / te prometí, también juré / pensar en ti / Lilí Marlén / Adiós, Lilí Marlén / Adiós, Lilí Marlén..." que servia para llevar el paso. O la Salve Marinera, que cantábamos el día de la patrona: " Salve, estrella de los mares / de los mares iris, / fénix de hermosura..." con ésta, hay que reconocerlo, teníamos más posibilidades...

  

El día antes del magno acontecimiento todo estaba apunto. Como venia sucediendo desde hacia muchos años, cada dos meses un nuevo reemplazo de reclutas estaba preparado para convertirse en soldados de la patria. Es decir, se suponía que a esas alturas, ya deberíamos tener claro, cuando menos, qué era la patria a la que debíamos defender; si embargo, en la práctica, solo teníamos claros aquellos dos principios :

1º - El superior siempre tiene razón

2º - En caso de duda aplíquese el artículo primero

 

De hecho estábamos lo bastante maduros y ablandados como para jurar lo que cualquier superior decidiera. Incluyendo aquello tan macabro de "derramar hasta la última gota de sangre" que con tanto énfasis nos recalcaban, de lo cual se deduce que, el bien de la patria, depende exclusivamente del tráfico de plasma, más que del bienestar de sus ciudadanos. Hubiéramos jurado pues, por la sangre de cada uno, por los clavos de Cristo, por el "paté de foie" o por María Santísima, tan solo para acabar la instrucción y que nos sacaran de allí.

 

Que esa mañana soleada del 25 de junio, sobre la pista de atletismo, con todos los ojos de la tropa enfocando al horizonte del Mediterráneo, sobre el cual se recortaba a contraluz la bandera española, se cumplieran a la perfección las fantasías geométricas de los generales, era, no cabe dudarlo, el objetivo primordial tanto de los mandos como de la tropa. No podíamos permitirnos el fracaso.

 

Como un solo hombre ejecutamos todos los movimientos siguiendo las ordenes transmitidas por la corneta, sonidos que los cabos se encargaban de interpretar en voz baja para aquellos  -duros de oído- que no habíamos conseguido de memorizar  aun todos los toques.

 

El blanco resplandeciente (digno de anuncio de detergente) de las saharianas, las gorras y los guantes; los resplandores dorados y argentados de botones y herrajes, junto con el relampagueo rojo y azul de los pantalones, a la fuerza debía provocar, con su movimiento sincronizado, la emoción de familiares y espectadores, conscientes, o no, de como esa bendición de Dios de energía joven  era conducida disciplinadamente y ordenada, a doblegar la testuz bajo la bandera, dispuestos a sacrificarse, sin ninguna sombra de duda, por la madre patria... significara lo que significara la expresión.

 

Transformación tan evidente, de individualidades diversas, en masa disciplinada moviéndose al mismo paso, solo era comparable en proporciones al mito del cual, por aquellos días, se había estrenado en Cartagena la última versión cinematográfica: "El jovencito Fankenstein".

 

Como un solo hombre juramos y como un solo hombre, al grito del comandante de: ¡ Viva España ! Respondimos, todos, recalcando las V (quediósnuestroseñornoshayaperdonado): ¡ VIVA !

 

 

 

    11 de enero de 1999

 

Hoy me ha llamado Bernabé, acaba de recibir mi carta. Está casado con la novia que ya tenia durante la mili; tiene dos hijas de 20 y 17 años.

 

No sabia nada de ningún otro compañero. Le comunico la noticia de la muerte de Diego.

 

Le propongo vernos y mirar de localizar a otros compañeros. Quedamos en encontrarnos más adelante. No me parece muy entusiasmado.

 

 

(VI)

 

 

Al día siguiente, aquella unidad tan costosamente conseguida, ese cuerpo, era desmembrado de nuevo en aras del destino. El azar de un sorteo había descompuesto en partículas individuales (eso sí, disciplinadas) aquella masa uniforme, para ser repartida en trocitos e ir a cubrir las bajas -afortunadamente por licencia y no por defunción- que se habían producido en los cuarteles de todo el país.

 

Otra vez las posibles alianzas establecidas durante la instrucción quedaban truncadas.

 

Ahora, viendo la foto del día de la jura donde aparecemos, junto al cabo, los diecisiete compañeros de mi sección, solo recuerdo que viniera a mi nuevo destino otro compañero: el Málaga, el quinqui de cara grabada con quien había compartido taquilla y formación todo el tiempo de instrucción. De los otros, si bien tal vez alguno viniera al mismo destino, no me acuerdo de haberlos vuelto a ver.

 

Nos había tocado en suerte el Tercio de Armada (TEAR) de San Fernando provincia de Cádiz; "donde se hacen los verdaderos marines", según las arengas de los mandos. De hecho es donde va destinado el grueso más importante de la tropa, sin embargo uno tiene la sensación que es una especie de cajón de sastre -desastre, tal vez- donde va a parar todo aquel que no ha conseguido ningún mérito o recomendación para ocupar un destino más cómodo, como por ejemplo el de instructor en Cartagena, muy codiciado, donde cada mes y medio, después de la correspondiente jura de bandera, tienen quince días de permiso; u otros, como el de las defensas portuarias que pudimos visitar, donde por cada mes de servicio disfrutan otro de permiso.

 

Pero este no seria nuestro caso; nos embarcarían de nuevo en un tren borreguero para atravesar la otra mitad de la península, desde Cartagena, pasando por Chinchilla, Alcázar de San Juan, los desfiladeros de Despeñaperros y cruzar Andalucía, por Córdoba, Sevilla y Jerez, para acabar llegando a la denominada isla de San Fernando (la patria del cantante Camarón), un promontorio ligeramente más elevado que los pantanos que la rodean, situado cerca de la tacita de plata (tal como es conocida la ciudad de Cádiz, solo a diez kilómetros en una península, ya en medio del mar), a punto de salirnos del mapa. Casi de pies en el agua, uno no sabe muy bien si está en tierra o en el mar; de hecho, en esa llanura, la única cosa más elevada  que el horizonte son los barcos que la cruzan, al verlos pasar entre las eneas y cañizares que rodean los caños (canales navegables), da la impresión que circulan por tierra.

 

Veinticuatro horas duró el viaje que seria el preludio de otros posteriores, atravesando todo el país, de Norte a Sur y de Sur a Norte, cada vez que tuviéramos la suerte de conseguir un permiso. Pasando calor unas veces y frío otras, como aquella en que, coincidiendo con la huelga de los empleados de RENFE, la calefacción no funcionaba y, habiendo pagado litera, nadie nos proporcionó ni una manta.

 

Cuando uno pasa por primera vez por Despeñaperros no puede sino reconocer lo acertado de ese nombre. Al ver serpentear el tren por las pendientes del trayecto, con la cola bastante más alta que la máquina, uno tiene tal sensación de precariedad en la sustentación de toda esa chatarra que lo transporta que, sin darse cuenta, acaba crispando las manos sobre los brazos del asiento o los barrotes de la ventana, intentando aferrarse a algo, por si acaso los raíles desaparecieran de improviso, dejando a la serpiente de hierro suspendida en el aire - tal como le pasa al coyote en los dibujos animados del correcaminos- tan solo un segundo antes de precipitarse en el vacío hasta dibujar, allá, en el fondo,  un pequeño y silencioso ¡PUF! de polvo.

 

Con toda la precipitación que permiten esos barrancos, el tren fue bajando de nivel entre colinas punteadas de tramas de olivos hasta las inacabables y  calurosas llanuras andaluzas; parando en todas las estaciones donde vendedores ambulantes nos esperaban para suministrarnos, como el viaje hasta Cartagena, todo tipo de comestibles y bebibles que la demanda cómplice de las largas esperas para dejar paso a los trenes regulares provocaba.

 

 

    14 de junio de 1999 (el día siguiente a las elecciones municipales y europeas)

 

Desde la noche hemos tenido un día lluvioso y nublado. Hacia las cinco de la tarde, estando fuera de la casa cortando leña para encender el hogar, oigo sonar el teléfono.

 

Es una secretaria de la revista PRONTO que me comunica la próxima aparición, en dicha publicación, de mi anunció. Un mensaje dirigido a los antiguos compañeros, convocándolos al reencuentro, que había enviado al poco de hablar con Bernabé, a esta y otras revistas de las llamadas prensa rosa o del corazón y que hasta ahora no había obtenido respuesta.

 

Pienso que será más fácil llegar, a toda aquella tropa dispersa, a través de un medio que se lee en las peluquerías, antes que por otros de publico sofisticado y moderno como por ejemplo Internet. La tropa suele estar siempre compuesta por gente de clase baja.

 

El mensaje ya está en la botella y parece que se hará a la mar; veremos si alguien lo recoge.

 

 

 

SAN FERNANDO

 

(I)

 

 

El día 27 de junio de 1975, hacia la puesta de sol, nuestro convoy llegaba a la estación de San Fernando. A un lado del tren, a babor, quedaba la estación, a estribor los muros del cuartel, con sus alambres de espino, las garitas y los centinelas.

 

Arrastrando cada uno su petate con todas las pertenencias, anduvimos los trescientos metros de paseo que había desde la estación hasta la entrada de nuestro destino: el cuartel del Tercio de Armada, uno de los numerosos edificios incluidos dentro de la ciudadela militar, formada, además del TEAR -si mal no recuerdo- por el Tercio Sur, el Hospital de la Marina, el Cuartel de Instrucción de Marinería de la Zona Sur, la Escuela de suboficiales de la Armada y edificios de viviendas de militares.

 

Si la entrada al CEIM de Cartagena tenia mucho de las imágenes fílmicas de las películas de Rin-Tin-Tin, la impresión del patio de armas, después de cruzar el pasadizo del cuerpo de guardia del TEAR, era bastante más acongojante, más hispánica, podríamos decir. El aspecto que ofrecía estaba entre la plaza de toros y el corral de comedias, y nosotros nos encontrábamos en la arena. De perímetro octogonal, empedrado, con una ligera pendiente de desagüe, en forma de embudo, que confluía en una reja situada en el centro - talmente como el sumidero de un matadero - parecía destinado a engullir la sangre y las vísceras sobrantes de la matanza. Un patio rodeado por dos niveles de galerías porticadas, por donde el público espectador - los veteranos - se volcaban a darnos la bienvenida, dedicándonos todo tipo de piropos, el más suave de los cuales podía ser:  A ver, ¿quien va a ser el pelón que le va a hacer esta noche una paja al abuelo ?

 

Así formados, en medio de aquella plaza, ninguno de nosotros habría sabido decir si lo que se esperaba de nosotros era que nos comportáramos como toros, toreros, monosabios o - atendiendo las imprecaciones de los veteranos- descapullamonos. El adjetivo nos venia que ni pintado en ese momento, cuando nos mandaron desnudarnos allí mismo, ante la mirada de ese público tan afectuoso, dejando la ropa cada uno dentro de su petate, alineado (el orden antes que nada) guardando la formación en la pequeña parcela de patio asignada para dirigirnos en fila india  a las duchas. El recibimiento no podía ser más glacial. Uno podía hacerse una idea bastante aproximada de como debían sentirse los deportados judíos en la Alemania nazi, a su llegada a los campos de concentración. Un cordero en el matadero no debe pasar tanto miedo al carecer, es un suponer, de imaginación.

 

Rebajados así, ya fuera a capullo, mono, o mono descapullado, da lo mismo, el agua fría de las duchas se llevaba, una vez más, la poca dignidad humana que a uno le pudiera quedar resguardada aun bajo algún pliegue de la epidermis.

 

Ya era noche cerrada cuando, de nuevo vestidos de verde y cargados con el petate,  comenzaron a distribuirnos, provisionalmente, en pequeños grupos por los dormitorios de las diversas compañías a las cuales se accedía justamente a través de aquellas galerías que daban al patio.

 

 A mi me condujeron al segundo piso donde se ubicaba el dormitorio de Dotación; esto significa que corresponde a la reserva de tropa permanente en el cuartel, la que esta a cargo de los servicios cuando los batallones de desembarco salen de maniobras.

 

Allí , igual que en las demás compañías, nos esperaba el comité de bienvenida: formados en la galería, bajo la mirada displicente y burlona de los veteranos, un alférez con aire de rigidez nos pasaba revista, uno a uno, justo antes de pasar al interior de la compañía donde un sanitario con bata blanca debía repasarnos los bajos según el protocolo de aquello que la tropa conocía como "revista naval": después de ordenar al recluta novel que se bajara los pantalones, con una cuchara del comedor, "el especialista" le sostenía los testículos para, acto seguido, ordenarle abrir la boca donde metería la misma cuchara. No hace falta decir que por muy acojonado que uno esté, después de ver tres veces la misma operación, cualquiera se da cuenta que le están tomando el pelo, si es que todavía le queda alguno. Afortunadamente yo no era de los primeros de la fila; o sea que al llegar mi turno, ya hacia rato que los abuelos se habían cansado de fanfarronear a nuestra costa y despojado del disfraz de los galones.

 

Pronto supimos que los distintivos de grado eran confeccionados con las tres estrellas de una gorra confiscada al capitán, las cuales, convenientemente repartidas, una en la gorra y otra en cada hombrera, conferían a un soldado veterano, el grado de alférez, en este caso sí, provisional en grado sumo.

 

De pronto supimos que el grado más alto en el escalafón, presente en aquella noche de bienvenida, era el de cabo primero, el que nos había conducido desde el patio al dormitorio de la compañía, donde se había fundido, para dejar paso a la diversión de los abuelos.

 

Las tan temidas novatadas con las que siempre nos habían amenazado, no pasaban, al menos en mi caso, de esta especie de ritual; donde el efecto se debía más al desconocimiento y la novedad por parte del recién llegado, que a la maledicencia de los veteranos, acostumbrados como estaban a ver, cada dos meses, un nuevo rebaño de corderos con el temor pintado en la cara.

 

Seguramente sea el recuerdo de cada uno viéndose en la misma situación aquello que desarma, a golpes de compasión, las ganas de aprovecharse. Durante las muchas veces que tuvimos ocasión de ver la llegada de nuevos reclutas, no recuerdo ninguna novatada que fuera más allá del consabido ritual de la cuchara, o la pintada de solución yodada de los genitales (algo que me vería obligado a hacer en diversas ocasiones, no como novatada sino en cumplimiento de mi trabajo, pero esto ya lo contaré más adelante); si bien, el haber pasado por esta iniciación tampoco garantizaba que uno no pudiera despertarse cualquier día con la cara embetunada o con una primera mano de pasta dentífrica, pero esto formaba parte ya de la cotidianidad y no de las novatadas.

 

Nuestro cabo primero, de la noche anterior, volvió a aparecer la mañana siguiente, al toque de diana. Como todos los primeros de la Marina era un militar profesional, si bien un poco peculiar respecto a la mayoría de suboficiales. Tenia más pinta de intelectual que de chusquero. Por sus formas refinadas parecía más un maestro de escuela, hijo de buena familia, que un militar de rancia tradición educado en el uso de las armas. Seguramente era más diestro en el uso del bolígrafo y la Olivetti que en el fusil. Por lo menos nos trataba como personas y no como subordinados, algo que era de agradecer.

 

Más adelante tendría ocasión de conocer a algún otro de esta especie, tan rara en aquellos tiempos y que confío haya proliferado des de entonces, en las filas de la milicia. Un ejercito profesional con el carácter avinagrado (lógico teniendo en cuenta el uso del alcohol que se hacia) de los alféreces provisionales del 36 que aun se conservaban, no podía ser nada esperanzador. De hecho dudo que nos convenga de ninguna otra manera, pero esto es una opinión personal que, como todas las que lo son, corre el riesgo de ser equivocada.

  

 

    Mediados de agosto de 1999

 

Me entero a través de una amiga que por fin la revista PRONTO ha publicado mi anuncio. Después de haber comprado diversos números sin encontrarlo ya empezaba a dudar que apareciera. Ha salido el día 10, seguramente aprovechando el bajón informativo de las vacaciones. No se si ello servirá para que lo vea más gente o al contrario; el caso es que a la semana siguiente  ya me han llegado algunas cartas de ex-infantes interesados en la convocatoria.

  

                                                    

(II)

 

 

El primer día en el TEAR no tuvo nada que ver con su equivalente en el Centro de Instrucción. A pesar del recibimiento tan poco esperanzador, el ritmo era, por contraste, mucho más tranquilo. Por lo menos no había que trotar, cosa que era de agradecer. Al acabar de desayunar, el primero de Dotación nos condujo, a quienes estábamos bajo su cargo, a las oficinas del detall donde debían clasificarnos según nuestras aptitudes, para encontrar, a cada uno, la ocupación más adecuada. Algo bastante difícil, como veréis, que no siempre se conseguía.

 

El caso era que todos aquellos allí presentes, éramos el sobrante de una primera clasificación hecha en Cartagena; el excedente masivo y basto de una primera separación destinada a seleccionar a quienes serian los futuros instructores, en substitución de aquellos abuelos que iban a licenciarse tan pronto como nosotros abandonáramos el Centro. Otro apartado eran aquellos que se habían ofrecido para ser buceadores de la Armada, la especialidad que había sido promocionada en nuestro curso, como lo seria en el siguiente  la UOE (Unidad de Operaciones Especiales). A un reemplazo le ofrecían una posibilidad y al siguiente la otra, y así sucesivamente. Un equipo de la unidad correspondiente venia al Centro para explicarnos, mediante películas y conferencias, las excelencias de ese cuerpo. A mi me recordaba las visitas que, de pequeños, nos hacían en la escuela representantes de las ordenes religiosas con la intención de reclutar voluntarios para los ejércitos celestiales.

 

Si debemos juzgar por como les ha ido, a unos y otros, no parece que hayan triunfado. Ni la promesa de vivir mil y una aventuras que ofrecían los militares, ni la ganancia de la gloria celestial de los religiosos, han servido para mantener a sus adeptos. La mayoría  se mueve ahora por cosas, aparentemente, más prosaicas. Un lugar de trabajo y un sueldo fijo se valora más que cualquier gloria futura. Los militares, al final, lo han visto así y han decidido  darle un sueldo a la tropa, un poco más generoso que la propina que nos daban a nosotros; sin embargo la paga (o soldada, de donde le viene el nombre a este oficio) tampoco llega a despertar suficientemente el ardor guerrero y deben seguir contando con los ilusos, individuos de capacidad limitada: personas con un coeficiente intelectual tan bajo, que difícilmente encuentran otro trabajo. En el año 75, cuando todavía la agricultura ocupaba un porcentaje importante de gente, se decía de muchos de esos militares, que eran desertores del arado, cosa que, ahora, de ser así, difícilmente podría el ejercito absorber todo el personal que ha tenido que abandonar el terrón en los últimos veinticinco años como resultado de la introducción de la maquinaria en los trabajos del campo. La mayoría de los actuales "desertores" han tenido que buscar trabajo en otros sectores o pasar a engrosar las listas del paro, por no ser capaces -se dice- de adaptarse a las nuevas tecnologías. Que es como  decir que "no tocan con los pies en el suelo": el suelo -virtual- de la realidad del momento.

 

Lo más curioso es que aquellos que sí, que se creen lo bastante inteligentes para adaptarse, tampoco se dan cuenta que cualquier concepción de futuro está edificada sobre una base ilusoria: que también la especulación económica (la del broker de bolsa o el ejecutivo de multinacional), es una lucha para ganarse la Gloria del Cielo y, tal vez no menos, "el celo de alguna Gloria".

  

"El que vale, vale, el que no, pa cabo", se decía como venganza hacia los compañeros con galones.

 

Aquellos que hubieran superado las pruebas de acceso deberían dedicar, los dos meses siguientes, a prepararse para la especialización elegida (instructor, buceador o UOE) aparte del curso de preparación para ejercer de cabo verde, conocidos así por el color de sus galones, no por que tuvieran nada que ver con las islas del mismo nombre. Otra distinción de grado, esta conseguida por méritos en el servicio, era la de cabo eventual o "cabo galleta", llamado así por el distintivo tribarrado de color verde en forma de galleta que lucían sobre el pecho.

 

Descontados, estos considerados más meritorios, o aquellos que habían ido a cubrir las plazas vacantes en otros destacamentos costeros o en los ministerios madrileños, ya fuera por solicitud personal, enchufe, o resultado del sorteo, el resto, es decir, la mayor parte, habíamos ido a parar al TEAR, el lugar donde -como decía la oficialidad- se hacían los auténticos marines: los Batallones de Desembarco.

 

Al final, pues, aquel que "no servia para nada" tenia el "glorioso privilegio" de servir, si se daba el caso -Dios no lo quisiera- de carne de cañón: debería hacer de pelotilla en una de aquellas bandejas con puertas abatibles que los barcos de guerra mandaban a la costa para que sirvieran de materia prima en las "barbacoas" del poder. Una función tan gloriosa como tristemente célebre (desde aquel nefasto, para las víctimas, día D del desembarco de las tropas aliadas en Normandía durante la segunda guerra mundial), gracias a la divulgación que de ello ha hecho el cine con películas como "El día más largo" o "Salvar al soldado Ryan".

 

Una perspectiva nada estimulante para la mayoría de los que aquella mañana hacíamos cola en la escalera de las oficinas del detall, esperando ver donde nos destinarían. El hecho de haber dormido en la compañía de Dotación podía significar la posibilidad de estar ya excluido de ir a parar a uno de los batallones -quienes hubieran venido predestinados ya habrían dormido allí esa primera noche- pero eso no lo teníamos claro, y aquella primera clasificación  tal vez no tuviera otra razón que la del espacio disponible en el momento de llegar. Tan solo éramos unos esclavos, de pies engrilletados, sobre la tarima  de la subasta, a la espera del nuevo amo que se los lleve a la plantación.

 

Al llegar mi turno delante del sargento que nos tomaba los datos, este se percató de que el oficio que figuraba en mi ficha era el de dibujante, algo que despertó su interés; aquel oficinista tribarrado creía que mis habilidades podían ser de alguna utilidad en aquella oficina. ¿Sabes escribir a máquina ?, me preguntó. Yo, sin pensármelo demasiado, le respondí negativamente. No podía hacer otra cosa, puesto que entre mis habilidades dactilares, la de la mecanografía, solo podía contemplarse en el apartado de la parálisis más absoluta. Lástima, dijo el sargento, podías haberte quedado de dibujante aquí, en la oficina, si supieras algo de mecanografía ¡Ya me diréis que tiene que ver la gimnasia con la magnesia!.

 

Que ahora, un cuarto de siglo después, los diseñadores, como en la mayoría de las profesiones, se pasen más tiempo apretando las teclas del ordenador y tocándole el culo al ratón, en lugar de utilizar el lápiz o los pinceles, no significa que esto fuera algo habitual en aquellos tiempos; y dudo mucho que aquel sargento tuviera entre sus poderes el de la profecía para saber como serian las oficinas del futuro, ni que la Marina dispusiera de un avanzado departamento secreto de diseño por ordenador (todavía es dudoso que lo tenga ahora).

 

Para quienes tengan ahora la edad que yo tenia entonces, he de decir que los PC ni tan siquiera se había inventado; aquel sargento se refería, pues, a las clásicas "olivetti" -Dios las ha de tener en la Gloria- que de similar con el ordenador tan solo tenían las teclas. Lo que pasaba era  que ese pobre funcionario uniformado no tenia otra manera de enchufarme en la oficina si no era ocupando un puesto de escribiente.

 

Las ordenanzas antes que nada. Una vez más la burocracia pesaba más que los hechos: oficialmente las habilidades artísticas no tenían otra utilidad más allá del divertimento, por lo tanto no podían ser utilizadas en la Marina sin una tapadera prevista por las ordenanzas. Aquel arranque de sinceridad me había privado de enchufarme en las oficinas. Solo con que hubiera sabido tocar las teclas, tan mal como ahora, mientras paso al ordenador el manuscrito de este texto, ya habría sido suficiente para no haber perdido ese derecho, tan codiciado por toda la tropa, de circular por el cuartel con una carpeta bajo el brazo; una especie de salvoconducto que eximia a su portador de la atención de los superiores, obligados a buscar ocupación (al fin ya la cabo, en ocupar, vidas y territorios, consiste su ofició) a cualquier miembro de la tropa en situación de "franco escaqueo".

 

En un colectivo donde la principal ocupación de la mayoría era sudar la panceta, escalando una red, desfilar sobre el empedrado del patio o arrastrarse por la pista americana; aparte de los correspondientes servicios de guardia, debiendo de pasar varias horas al día y la noche dentro de una garita, pelándosela  (literalmente, con todas las acepciones del término) envuelto en una manta y abrazado a un CETME; el derecho a pasear una carpeta era un verdadero privilegio, codiciado por todos. Un derecho que yo acababa de perder por no haber sabido tocar las teclas adecuadas.

 

 

    11 de septiembre de 1999

   

Esta tarde he recibido la llamada de "una" de las comunicantes que había contestado a la convocatoria de excompañeros. Contrariamente a lo esperado ha respondido a la llamada más gente ajena al TEAR que aquellos directamente convocados.

 

La mujer con la que he hablado es una enfermera de Alicante, colaboradora del pueblo saharaui, interesada en conocer más cosas sobre la situación de ese territorio en el año 75.

 

Hemos hablado un rato y me ha prometido que haría lo posible por difundir la convocatoria a los ex-Infantes que pueda haber en la zona donde ella se mueve.

 

Acabamos de reclutar a un miembro del otro sexo. La apertura del ejercito se produce, ahora, también entre nosotros, con efecto retroactivo.

 

 

(III)

 

 

Ni ese día, ni tampoco unos cuantos que le siguieron, supieron que hacer de mi allá en el TEAR. De hecho tampoco yo era el único en esa situación de desocupado.

 

Mientras la mayoría de los "cursos" (nombre que se daba entre la tropa a los compañeros de un mismo reemplazo) recién llegados ya habían sido insertados en las compañías de los distintos Batallones de Desembarco o el Tercio Sur, un grupito bastante numeroso de nosotros permanecíamos aún sin destino. Por lo visto no sabían que hacer de nosotros. Quien sabe, tal vez el virus del paro comenzaba a infiltrarse también dentro del ejercito. ¿Qué se había hecho de todo ese frenesí de días anteriores?.

 

Por contraste con el mes y medio anterior, en el Centro de Instrucción, donde no habíamos tenido ni un momento de sosiego, ahora nos encontrábamos formando parte de un grupo de transeúntes desbagados, sin más ocupación que la de dar vueltas por el patio del cuartel intentando sustraernos a la mirada inquisidora de todo militar con graduación, no fuera que nuestro aspecto de corderos pastando, despertara en ellos el instinto de rapiña y decidieran utilizarnos para cualquier servicio.

 

Si no yerro, todos estos desocupados formábamos parte del grupo que, desde la primera noche, habíamos dormido en la compañía de Dotación, esto significaba que, tal vez incluso antes de salir de Cartagena, habíamos pasado a formar parte de la Agrupación de Apoyo Logístico (AAL), en consecuencia, a pesar de que no sabían todavía qué hacer de nosotros,  de momento al menos, nos habíamos librado de ir a parar al Batallón. Malograda instrucción ¡tanto correr para nada!. Ahora no podríamos saber que significaba ser un auténtico "marine" (je, je).

 

El segundo o tercer día de deambular por el TEAR, nos ordenaron recoger nuestros petates, para un nuevo traslado hacia lo que, suponíamos, debería ser a partir de entonces nuestra residencia. Caminando en formación, conducidos por un cabo, fuimos enviados al segundo campamento, donde la AAL tenia su asentamiento.

 

El denominado segundo campamento ( que, como es de deducir, venia precedido del primero ) era un recinto situado a escasos trescientos metros del cuartel principal. Era un recinto de perímetro cuadrangular, amurallado en tres de sus caras, una de las cuales era compartida en medianera con el Centro de Instrucción de Marinería de San Fernando. La cara restante, abierta, permitía el acceso a través de una rampa de cemento, al Caño de Sancti Petri, un canal navegable, vía de conexión marítima con el golfo de Cádiz.

 

Y es que los barracones del 2º campamento, en cuanto centro de acogimiento de la AAL, aparte de una extensión de la Dotación y la compañía de Transportes (TP-AUTO), era también la sede de las LVT o lanchas anfibias; aquellas bestias de acero en forma de furgón que igual se desplazan por tierra, sobre cadenas, como flotan en el agua impulsadas por dos hélices, dejando ver -como los cocodrilos- poco más que sus ojos: la torreta con ventanucos de vidrio blindado por donde ojea el conductor.

 

Los dormitorios de la tropa eran los dos barracones alargados, de obra, pintados de blanco, con cubierta de uralita y ventanas de color verde, situados en paralelo, uno a cada lado del recinto. Cada barracón estaba, a su vez. dividido en dos partes por un tabique medianero de dos metros de altura de manera que no acababa de llegar al techo. Una barrera visual entre las dos compañías que hospedaba que, lejos de impedir,  más bien favorecía la comunicación sonora así como de objetos voladores que a menudo transgredían la convención de aquella frontera; red provocadora de la partida de tenis de las imprecaciones, insultos y burlas que, cada noche -como buenos hermanos- se lanzaban inevitablemente por encima de ella, los ocupantes de cada dormitorio:  "¡LVT, QUINQUIS, MALEANTES...!". "DOTACIÓN, CARROÑEROS, CARNE DE PRESÍDIO...!".

 

Que esa destinación era aun provisional lo supimos nada más llegar: De momento, nos dijeron, en el barracón donde nos dejaron no podíamos disponer de taquilla, deberíamos seguir atando el petate con un candado a un barrote de la litera.

 

Llegábamos casi dos meses en la milicia y aun no habíamos podido disponer de un espacio donde guardar las cosas, nadie nos había sabido decir qué habíamos ido a hacer allí, ni qué se esperaba de nosotros. Si no sabían que hacer de nosotros, ¿porqué no nos dejaban volver a casa? No habríamos puesto ninguna objeción.

 

Esta situación de precariedad permanente -que probablemente sea intrínseca de la milicia- se agrava, por contraste, viendo a otros compañeros ocupados en un trabajo asignado (si bien bastante absurdo no pocas veces); pero, sobretodo, por el hecho de estar sometido a la disciplina sin poder sustraerse a los caprichos y ocurrencias de cualquier superior, cuando uno es descubierto con las manos en los bolsillos o bostezando de aburrimiento, cosas, ambas, prohibidas por las ordenanzas.

 

Así mi primer "servicio" como soldado fue el de machacar dentro de un mortero (de cocina, no de los que lanzan granadas) los ingredientes de un gazpacho que el teniente de guardia -el mayor teniente Castro- estaba preparando para su propio consumo, ese mediodía de junio, en la cantina -una bóveda de medio punto prefabricada, de metal ondulado- del segundo campamento.

 

La cantina de cualquier cuartel es el local social de la tropa -"el hogar del soldado" suele tener escrito sobre la puerta, con más ironía que convicción- el equivalente a los antiguos cafés de pueblo, donde va a parar la gente desocupada o que quiere hacer un receso a cualquier hora del día; una actividad, ésta, la de perder el tiempo, en la que todo soldado tiene sobradas oportunidades de hacer carrera, de la cual no solo saldrá licenciado al acabar la mili, algunos se lo tomaban con tanta dedicación que, si el diagnostico de cirrótico hubiera tenido convalidación universitaria, ahora serian catedráticos.

 

Andar bebido, poco o mucho,  podía decirse que era el estado natural de la milicia. Durante el día la superioridad se esforzaba por tenernos ocupados y alejados de la cantina, pero dada la falta de otras distracciones, al acabar las actividades no quedaba más alternativa que pasar por el abrevadero donde compartir las pocas alegrías -casi todas conservadas en líquidos espirituosos- de nuestro internamiento. De hecho, en estos primeros días de deambulación sin destino por el TEAR, nos convertimos en alumnos aventajados en el conocimiento de las diversas cantinas de aquel complejo cuartelario.

 

Puesto que en los campamentos no había comedor, solo cantina,  debíamos trasladarnos, nada más levantarnos, formados por compañías, hasta el comedor del TEAR para la primera ingesta del día. Pronto descubrimos que si no volvíamos al campamento después de desayunar, nadie se preocupaba de nosotros. Al no estar asignados a ninguna unidad, no había nadie que tuviera que responder de nosotros; así pues, si nadie nos buscaba nosotros tampoco debíamos hacer nada para que nos encontraran; por decirlo claramente: hacíamos todo lo posible para que nadie se diera cuenta de que estábamos allí. Descubrimos, sin que nadie nos lo dijera, como son de estratégicos el camuflaje y la discreción en el servicio de las armas, tanto o más que los desfiles y las demostraciones de valor.

 

Nada más salir del comedor nos escurríamos fuera del patio de armas, con la actitud de quien tiene un trabajo urgente, hasta la pequeña cantina ubicada en las dependencias del Tercio Sur adosadas al TEAR, donde permanecíamos enclaustrados hasta que la cerraban una hora más tarde, cuando se daba por supuesto que, todos aquellos que preferían abstenerse del comer el desayuno de rancho, ya habían podido pasar a adquirir su bocadillo y vuelto al trabajo. A pesar de cruzarnos allí con oficiales y suboficiales ninguno de ellos se preocupaba de nosotros, no sabían cual era nuestro destino ni éramos responsabilidad suya, así que nos dejaban hacer. Después, discretamente, nos desplazábamos hasta la cantina del TEAR, donde los responsables ya empezaban a hacer los preparativos para la hora del aperitivo. Si bien la mayoría de la tropa efectuaba las comidas en el comedor -del que seria injusto decir que se comiera mal- siempre había algún tiquis-miquis con bastante "parné" para pagarse un plato combinado (un completo) en la cantina. Era justamente al llegar estos cuando salíamos nosotros para sumarnos a la cola de entrada al comedor.

 

En aquella cola que se formaba en medio del patio de armas era donde, los provenientes del norte peninsular, nos percatábamos de la fuerza del sol andaluz; ese sol que pegaba en nuestros cogotes rapados y nos hacia levantar inevitablemente el cuello de la guerrera intentando evitar su caricia.

 

Tanto el sol como el hambre contribuían a hacer avanzar la cola hacia el comedor, donde cada soldado, previa presentación de la tarjeta personal (una cartulina de control de las comidas del mes) después de ser picada en la casilla correspondiente, accedía a la pitanza. Aquí, a diferencia de Cartagena, el comedor estaba organizado en forma de "selfs-servis": uno debía recoger, aparte de los cubiertos, la servilleta de papel, un vaso con cerveza o gazpacho y la bandeja de aluminio con compartimentos donde los soldados de servicio en la cocina le colocaban la ración de rancho del día prevista por las ordenanzas. El mismo menú que, de forma más cuidada en la presentación, veíamos colocado en la mesa cerca de la entrada y que era, teóricamente, el que debía comerse el oficial de guardia del día, pero yo nunca vi a ningún oficial comérselo. O no tenían hambre, ya venían hartos al comedor, o comían en otro lugar. Con los superiores solo compartíamos la bebida. Algunos suboficiales eran auténticos maestros en degustaciones etílicas, por ello no era de extrañar que la tropa saliera tan bien entrenada; si bien el poder adquisitivo de estos no permitía pasar de experimentos de dudosa calidad como el popular "calimocho" (vino negro con coca-cola) o similares.

 

Es evidente que aquella preciosa sangre, destinada "hasta la última gota", al servicio de la patria, más que espíritu castrense, contenía espíritu de vino (o etílico); lo cual no ha de desmerecerla en nada si pensamos que la sangre de Cristo, antes de la consagración, parte de la misma materia prima.

 

 

(IV)

 

 

Iban pasando los días -algo nada banal para quien está cumpliendo una pena- al tiempo que entre el grupo de desocupados se iban produciendo bajas, es decir, que de una u otra manera, los superiores hacían cuadrar los números y encajándonos, dos aquí cuatro allí, en diferentes destinos.

 

Así fue como un grupito de siete u ocho -con el tiempo se añadirían más- fuimos colocados a las ordenes de Don Ángel Campfranc, el brigada ATS de la enfermería del TEAR.

 

La enfermería era una especie de chalet situado fuera del recinto principal  de cuartel original -aquella plaza de toros o corral de comedias-, seguramente una antigua vivienda absorbida para uso militar en una de las sucesivas ampliaciones del recinto. Rodeada ahora por  la muralla exterior de aquel complejo, conservaba, no obstante, un cierto aislamiento y autonomía; desde allí era relativamente fácil deslizarse al exterior, atravesando el patio de transportes por la salida de camiones, sin tener que pasar por el cuerpo de guardia.

 

Dentro de la enfermería uno podía hacerse la ilusión de estar fuera del cuartel, no solo por el distanciamiento del trasiego general, sino porqué la disciplina se vivía allí de una manera bastante más relajada: los oficiales eran médicos antes que militares y el poco tiempo que rondaban por la enfermería (normalmente las horas de consulta matinal) vestían bata blanca encima del uniforme militar.  Incluso en el trato, el capitán medico era Don Francisco, antes que "mi capitán", trato que era extensivo a los suboficiales con los cuales teníamos más contacto, algo que los hacia más próximos, tolerantes y dignos de confianza que la mayoría de los otros mandos del batallón. De hecho el ambiente de la enfermería era tan distendido que solo debíamos guardar una cierta precaución  con el teniente responsable  de la administración de aquella unidad sanitaria: un ATS bastante más rígido que el resto de los mandos, por lo cual, sus subordinados, en venganza, le habían endosado el sobrenombre de "cara mula".

 

También por este nombre lo conoceríamos nosotros a partir de ese momento (de hecho ya ni recuerdo su nombre verdadero), puesto que, aquel grupo sobrante, hasta ese momento, de ociosos sin ocupación, habíamos pasado a formar parte de la Unidad Sanitaria del Tercio de Armada.

 

Por qué razón una tropa compuesta de individuos provenientes, en la vida civil, de los más diversos oficios -ninguno vinculado a la sanidad- categoría social o estudios, fue introducida en un mismo saco, para ejercer el oficio de enfermero, es cosa que escapa a toda lógica racional y sobre la cual se pueden proponer las hipótesis más aventuradas; donde, sin duda, la que menos peso tiene es la habilidad o capacidad para curar o aliviar los males de la gente.

 

Nunca supe por qué razón fuimos escogidos. Personalmente me inclino a pensar que por pura razón aritmética; es decir, la necesidad de ampliar la plantilla de enfermeros coincidió con nuestra llegada: debían cubrirse una bajas y nosotros las ocupamos. Punto.

 

La lógica militar no entiende de personas sino de números, y los números son todos iguales. En un colectivo que permite acceder a la graduación por méritos, uno no tiene demasiado claro si son primero las capacidades o la preparación. La capacitación para el trabajo era algo absolutamente relativa: pocos días antes no saber mecanografía me había hecho perder un puesto de dibujante; ahora, no tener capacidad reconocida, me hacia propicio para ser enfermero. Y que esa posibilidad no acabara en desastre, debería ocuparse Don Ángel Campfranc, nuestro brigada. Don Ángel era un maño de unos cincuenta años, chaparro, rechoncho y alopécico (el respeto me hace utilizar el tecnicismo de su oficio por no decir: calvo como una bola de billar), que recordaba más a un simpático charcutero de mercado, que a la imagen que uno pueda tener de un militar veterano de los conflictos de la costa de Ifni, antigua colonia española. Claro que su trabajo no consistía en manejar los fusiles, sino que se limitaba a recoger y remendar los trozos de los desgraciados víctimas de los disparos y las degollinas. Era para este trabajo que debería prepararnos a nosotros.

 

La dificultad se hizo evidente desde un principio: tan solo explicando la manera de colocar inyecciones algunos ya se mareaban; y no se trataba de ningún modo de recibirlas, sino solo viéndolas poner. Al cabo de pocos días, sin embargo, quien más quien menos, ya tenia el pulso entrenado, tanto a colocar inyecciones como al ritmo general de la enfermería. Consistía, básicamente, en cuidar a los pocos internados, tres o cuatro, por gripe o patología similar, ubicados en las literas de la enfermería: control y anotación de la temperatura, traerles la comida y los medicamentos o hacerles las curas prescritas. Normalmente cosas sencillas, puesto que los casos más graves ya iban al Hospital de la Marina, situado enfrente, nada más cruzar la avenida frente al cuerpo de guardia. Algo que nos infundía cierta tranquilidad si, por alguna razón, se nos iba la mano.

 

Al mediodía, antes de comer, era la hora de la consulta médica; cuando todo aquel que tenia la más mínima excusa que alegar venia a hacer cola a la enfermería, en un intento por conseguir un diagnóstico favorable, es decir, de enfermedad o lesión, que le permitiría librarse de algún servicio. Contrariamente a toda lógica sanitaria donde, el resultado positivo de un análisis, suele ser negativo para el paciente, aquí la confirmación era recibida como positiva. Servia cualquier cosa, desde un simple resfriado, acompañado de moquera, a las lesiones por hongos o roce en los pies que impidieran el uso de las botas. Toda excusa era buena con tal de eludir servicios y conseguir algún privilegio o rebaje en las actividades, incluso los diagnósticos menos banales eran recibidos con cierta satisfacción. Recuerdo a un compañero luciendo orgullosamente el abultamiento desproporcionado de un testículo, a causa de una hernia, de la cual fue intervenido en el Hospital de la Marina, lo que significó que fuera licenciado poco tiempo después. La enfermedad considerada más grave, en ese colectivo -podado previamente de individuos con patologías conocidas con anterioridad- era la propia mili.

 

Por eso la decepción de nuestros clientes era frecuente cuando después de pasar por la revisión del alférez o el capitán  medico, venían a la sala de curas a buscar los medicamentos prescritos. No solo les habían negado el codiciado rebaje de servicios, sino que, por toda cura de los males físicos y anímicos -angustia, añoranza, aburrimiento, soledad, miedo, claustrofobia, tiempo perdido, sensación de inutilidad, etc.- la única cosa que  les dábamos, a cambio de ese retal de papel con tres únicas letras escritas (AAS), era... una "pastilla el ancla". Nombre adjudicado por la tropa a cualquiera de las pastillas que les entregábamos. Daba igual que fuera Acido Acetil Salicílico -la aspirina- o sulfamidas; para ellos todo era lo mismo, ni que una fuera blanca y la otra amarilla, ambas tenían la misma forma y medida, luciendo igualmente una ancla grabada, símbolo que las identificaba como productos farmacéuticos de la Armada. Servidas a granel, cada una dentro de su celdilla de plástico, tan solo las tres prescritas para un mismo día; eran, de largo, el producto más consumido en las consultas de la enfermería del TEAR. Cumplían, evidentemente, una función de placebo, signo inequívoco del buen estado de salud de la tropa -al menos en lo tocante al estado físico, el mental ya seria otro cantar- sin duda en razón de la edad, más que resultado de los servicios sanitarios del cuartel. Las excepciones a este estado general de salud tan solo se hacían evidentes cuando la receta prescribía antibióticos; lo que nos daba la oportunidad, a los nuevos enfermeros, de practicar el arte de poner inyecciones -el oficio de practicante, como lo llamaban antes-, arriesgándonos -enfermero y paciente- a sufrir una lipotimia.

 

No pocas eran las veces en que uno se encontraba, de súbito, habiendo de sujetar los noventa quilos de peso muerto de un lívido paciente, aun con la aguja clavada, derrumbándose sobre el enfermero instrumento de la debacle pidiendo auxilio para no sucumbir bajo aquella mole de carne de cañón.

 

La prueba de fuego del oficio era, indiscutiblemente, cuando uno debía inyectar a un mando o familiar de este. Encontrarse delante de las nalgas de un sargento con los pantalones bajados, tan solo provisto, el novel sanitario de manos temblorosas, de una jeringuilla con su aguja, sin más experiencia previa que haber plantado media docena de banderillas en los culos de la tropa, era el equivalente al título de licenciatura como enfermero. Que el sargento no se diera cuenta que estaba haciendo de conejillo de indias, era más importante que la destreza en la ejecución. Superar esta prueba era un paso importante en la autovaloración, equivalente, como mínimo, al número de dianas necesarias para conseguir el título de tirador de primera.

 

Ponerle una "banderilla" a una niña con las nalgas tensas, hija de un comandante, sirvió para darme cuenta de como puede ser de dura la piel de las criaturas. Tres veces tuve que intentarlo, temiendo que pudiera rompérseme la aguja.

 

Recientemente descubrí sorprendido como ha llegado a especializarse el mundo de la sanidad, al negarse el medico pediatra a administrarle personalmente una vacuna inyectable a mi hija, declarándose incapacitado para ello y delegando este quehacer a las diestras manos de su enfermera. Confío que esta carencia -o especialización- se vea compensada por una mayor profundización en otros conocimientos y ello no responda simplemente a una burocratización de la profesión médica que incapacite a los médicos generalistas para asistir, de primera mano, a los pacientes. En nuestra Marina, era evidente, no cabian tantos remilgos.

 

Otra de las situaciones comprometidas que uno se veía en trance de asistir estoicamente era la cura de heridas, normalmente de poca importancia, cuando había que poner puntos de sutura, algo que hacían los oficiales sanitarios; sin embargo a nosotros nos quedaban las curas diarias mientras la herida iba cicatrizando. En este sentido eran de destacar las curas a los intervenidos de fimosis.

 

Llegaban después de la operación provenientes del Hospital de la Marina, con el pene absolutamente inflamado y tumefacto, envuelto con un turbante de gasa, que, cada día, debíamos sacar con pinzas, untar con solución yodada la cenefa de puntos que le adornaba todo el glande, y volver a colocarle un nuevo turbante de gasa; todo esto realizado con aquella delicadeza conocida vulgarmente como "cogérsela con papel de fumar". Evidentemente no era una situación nada agradable, para el paciente por descontado, pero tampoco para el sanitario, ni aún propensa a hacer broma -el espíritu de sacrificio, o masoquismo, de quienes se prestan a tatuarse en dicho lugar, debe ser considerable- pero ello no quita que invite a reflexiones divertidas como las siguientes definiciones:

    - Tumefacción : aquello que tú me haces. También llamado cardenal.

    - Masturbante : prenda de vestir que se coloca en la cabeza para darse placer, habitualmente en solitario.

 

Una cosa al menos si que nos la ahorrábamos: no había ninguna posibilidad de tener que asistir a un parto.

 

 

    Día 30 de noviembre de 1999

 

El goteo de cartas de ex-compañeros ya hace cerca de un mes que se cortó.

 

Por seguir con el símil de afluencia, diría que, de las gotas recogidas, no tenemos ni para llenar un dedal.

 

Trece exactamente, han sido las respuestas de los cuatro mil a quien iba dirigida mi llamada. La mayoría de los que han respondido ni siquiera eran compañeros de Infantería de Marina, a pesar de que sí vivieron la misma situación de forma más directa; como un legionario destinado en el Sahara por estas fechas. No ha habido respuesta por parte de ninguno de los compañeros que conocí entonces.

 

Puesto que todas las respuestas se circunscriben a los pocos días siguientes a la publicación del mensaje, deduzco que la efectividad divulgativa de éste se agotó antes de haber llegado a la mayoría de los convocados; que si no ha habido más respuestas es debido a que el mensaje se perdió por el camino, antes que por el desinterés de sus destinatarios.

 

En la que se considera la era de la información donde, se supone,  que cualquiera dispone de la posibilidad de comunicarse hasta el último rincón del mundo, a velocidad casi instantánea, es bastante significativo constatar como es de difícil establecer comunicación o hacer llegar un mensaje a un colectivo disperso  - ni siquiera por todo el mundo- tan solo por la península ibérica. Ni revistas (fuera de PRONTO), ni radio, ni televisión, se dignaron contestar - no hablemos ya de apoyar- la iniciativa; simplemente la ignoraron.

 

Es obvio que aquello que se nos quiere vender como medios de comunicación, lo son, únicamente, de información; y aun en un único sentido -de arriba a abajo- nunca en sentido horizontal, de igual a igual. Mucho menos aun de abajo hacia arriba: no se hicieron las antenas parabólicas para oír lo que viene del suelo, todas miran hacia el cielo.

 

No comunicación, sino bombardeo de (in)formación es lo que nos imponen por todos los medios; de los cuales, la gente que les está sometida, no tiene ni la posibilidad de resguardarse. Ocupados como estamos en esquivar las andanadas informativas (siempre provenientes de los estadios superiores, interesados tan solo en hablar de ellos, para ellos y entre ellos) , no disponemos ya de tiempo ni lugar para la  verdadera comunicación, la que implica "poner en común" los verdaderos intereses y disfrute de las gentes; no la que ocupa vidas y territorios con la obligación de tomar información y reaccionar en consecuencia, o limitarse a acumular datos hasta el empacho.

 

No tenemos ocasión ni posibilidades -ni tiempo ni manera- de encontrar antiguos compañeros para compartir recuerdos, continuar relaciones o establecer otras nuevas, sin que vengan programadas por la previsión, la especulación, el interés o el beneficio previamente calculado.

 

No queda más posibilidad que hacer (creyendo u oponiéndose) aquello que la realidad nos impone y ordena (disfrazada de sugerencia, en el mejor de los casos) en beneficio del comercio, que es, hablar -para no decir nada, fuera de lo previsto- de "la realidad"; esta a la cual la (in)formación permanente nos condena. Ningún ejemplo de esa manipulación puede ser más evidente que la afición futbolera y del deporte, en general.

 

Igual como una piedra plana lanzado sobre el agua se desliza y rebota repetidamente, con más o menos fortuna según la habilidad del lanzador, las noticias que configuran "la realidad" son lanzadas sobre las masas por los medios de (in)formación con el propósito de mantener la ilusión de que -realmente-, a alguien, le pasa algo fuera de lo previsto. Meteoritos fugaces que iluminan brevemente la oscuridad del firmamento para hacer olvidar lo gris del día a día: la tristeza que provoca el mortal aburrimiento de la ocupación programada. Un objetivo  tan solo conseguido en tanto la supuesta novedad sea capaz de retener la atención - la tensión - de las masas (con el propósito de aquietarlas e impedir turbulencias), lo que le permite deslizarse sobre la superficie plana, indiferente, de la cotidianidad; antes de hundirse definitivamente bajo las aguas del olvido.

 

La realidad -la que cuenta- para los informadores, son los flashes que se producen sobre la superficie. La profundidad, aquello que queda por debajo, donde la vida fluye de manera anónima, continua y sin estridencias, indiferente, no merece ser narrada: no se puede contar. (Las letras cuentan y los números cantan).

 

Obviamente, todos estos antiguos compañeros viven por debajo del nivel que "la realidad" exige. Aún ocupados por ella, no hay forma de establecer contacto. A la realidad no le interesan (por lo tanto -“en realidad”- a cada uno de ellos tampoco); sino, con sus medios, haría lo que fuera para llamar su atención.Pero la realidad está tan ocupada en aplaudir sus propios lanzamientos (hacer noticia de la noticia), que ya no deja espacio, a aquello que queda por debajo, para que llegue a la superficie. La saturación de noticias, el chapoteo de información superficial, impide oír el rumor de las profundidades. La noticia, en lugar de darse, se produce desde los propios medios. La propia espectacularidad (y especulación) de los medios impide con frecuencia que las verdaderas novedades lleguen a la superficie; y no será porque, debajo, no pasen cosas sino debido a la imposibilidad de comunicarlas. Si bien, es evidente, el incremento del espectáculo mediático va en detrimento de la vida en las profundidades.

 

El porcentaje es clarificador: de cuatro mil tan solo una docena han podido, o querido, responder al mensaje. Cabe deducir, pues, que la eficacia de los medios, a pesar de la proliferación, o justamente debido a ello, es bastante más considerable a la hora de impedir un comunicado que en divulgarlo. En este sentido eran mucho más eficaces los pregoneros antiguos, no tanto por el esfuerzo del pregonero como por la ausencia de impedimentos ambientales que pudieran ahogar el mensaje.

 

Para que algo pueda penetrar hace falta capacidad de absorción, en un terreno pantanoso nada puede entrar; ni la gente ni los territorios ocupados, tienen capacidad propia. El problema actual no es pues la capacidad de producir, objetos o información, sino la de absorberlos; hace falta desocupar, a la gente y los territorios, para que puedan ser receptivos, para que puedan hacerse visibles tantas cosas, no previstas por la realidad que se nos impone; cosas que no obliguen a la repetición continua, interesada, de esta realidad.

 

 

(V)

 

 

A pesar de ser todavía unos pelones, aquel grupo tan heterogéneo de nuevos enfermeros, nos dimos cuenta en seguida que aquel destino era una bicoca; que el recinto de la enfermería era un territorio aparte, una especie de república bananera independiente dentro del cuartel, donde la mayoría -incluidos los oficiales- entraban con los pantalones bajados, situación, ésta, que rebajaba -paralelamente a los pantalones- el resplandor de los galones, así como los humos de superioridad de quien los vestía. Si por la cara, después del rapado, ya era difícil reconocer las diferencias entre compañeros, vistos de culo podíamos pasar todos -mandos incluidos- como hijos de una misma madre; a la madre patria, pues, debíamos el parecido congénito de esta "la otra cara" que a todos nos hermana. El parentesco se vuelve tan evidente que, para muchos hijos desnaturalizados, nunca serán suficientes todos los revestimientos, cojines, sillones o poltronas con que lo enmascaran con tal de renegar de él. Diríase que el conocimiento de esta "cara oculta" tiene la virtud de desarmar vanidades, de desenmascarar aquellas singularidades montadas sobre la farsa o presunción de atributos, sin más autoridad que el envoltorio o el "porqué sí" de las ordenanzas.

 

Ese conocimiento de la intimidad, juntamente con la independencia territorial de la enfermería, nos confería, a los de sanidad, un cierto aire de intocables.

 

En la enfermería no había servicio de cuartelero ni imaginaria, solo el servicio de guardia sanitario; no hacia falta dar la voz cada vez que un superior entraba -aquella imagen tan común en los centros de salud, de una enfermera haciendo el gesto de silencio, nos protegía- comprenderéis, pues, la humillación que supuso el tener que anunciar a aquel sargento chuleta, estando de cuartelero en Almería -muchos meses después- fuera del territorio protegido.

 

Era como vivir en una reserva aislada donde ni la disciplina ni los juegos de guerra tenían cabida. De alguna manera era como si nuestro conocimiento nos hiciera inmunes al contagio de recibir o transmitir la disciplina.

 

En ese mundo dominado por el orden, donde se prima la jerarquía por encima de la lógica o la utilidad, donde las actitudes encaminadas a recordarlo están en la orden del día y el inferior no tiene ningún derecho; en los batallones se jugaba a hacer el soldado, en tanto, los sanitarios, de lejos, nos lo mirábamos.

 

Era como un pacto implícito de no intervención: ellos hacían su guerra y a nosotros nos dejaban en  paz. Cosa que despertaba no pocas envidias entre la tropa, especialmente cuando los acompañábamos a los ejercicios de tiro o a las maniobras, mientras ellos, pobres, debían sudar la camiseta, la pareja de enfermeros de turno yacíamos a la sombra de los eucaliptos (no había otra especie de árboles en aquel territorio) o en las literas de la ambulancia.

 

Era comprensible que, en venganza, enseguida nos otorgaran el sobrenombre de "las chicas de la cruz roja" tal como proclamaba ostensible el brazalete blanco con la cruz roja que lucíamos sobre el brazo.

 

En la enfermería hacíamos pues lo que nos daba la gana, sobretodo a partir de las dos del medio día, cuando los oficiales ya habían pasado visita y desaparecían hasta el día siguiente, pero también cuando salíamos con el batallón. Un reducto de acracia dentro del orden, como el que habíamos encontrado en las Defensas Portuarias de Cartagena y que, como ellos, no teníamos inconveniente en compartir con otros compañeros menos afortunados, los cuales venían siempre que la autoridad estaba distraída, al punto que "cara mula" se daba la vuelta a compartir ese reducto de libertad. El chalet de la enfermería, al otro lado del patio de transportes, se convertía, por esta razón preventiva y de reposo, antes que por la administración de medicamentos, verdaderamente un centro de salud. Entendiendo que la salud, como la armonía y la paz, se da; es el resultado del equilibrio, la satisfacción, el desprendimiento, la liberación el descontrol: la fluidez, en definitiva.

 

Por contra, la enfermedad, el caos, la muerte, son provocados; se ordenan y administran de forma premeditada (se esperan). Son fruto de la crispación, imposición y retención administrativa; forman parte del uso del miedo por parte del Poder, en todos los terrenos que este se ejerce: sobre el territorio, las personas, o el propio individuo sobre sí mismo: todo son formas de ocupación, vírica o virulenta,  tanto da.

 

Bastante más saludable que desfilar con un fusil o hacer guardia de madrugada en una garita, más distraído y agradable, al menos, debía ser jugar al frontón sobre la pared encalada de la enfermería, tal como hacían siempre que tenían ocasión, el grupo de amigos de Anchón, uno de los compañeros vascos, creo que del curso anterior al nuestro, que había en sanidad (aparte del comandante Eyzaguirre, si no recuerdo mal su apellido, licenciado farmacéutico jefe de la unidad sanitaria).

 

Con respecto a los compañeros anteriores a nuestra llegada a la enfermería no pasaban de cinco, Anchón era uno de ellos, otro era Félix, un sevillano, visitador médico de profesión, que seria nuestro furriel, otro era Julio, un "boquerón" -como eran conocidos los de Málaga- bromista y juguetón; de los otros, también boquerones, ya no recuerdo sus nombres, pero conservo sus imágenes en una foto.

 

Con la incorporación de nuestro curso, los efectivos sanitarios se multiplicarían por tres, en un principio, para seguir aumentando con el paso tiempo. Compañeros de curso incorporados en esa primera etapa fueron los siguientes:

    - Francisco Romero Mena, de Jaén pero residente en la periferia de Barcelona.

    - Diego Hidalgo Banderas, malagueño, residente en Santa Coloma de Gramanet.

    - Miguel Hidalgo Mancilla, de Córdoba pero residente en la periferia de Barcelona.

    - Bernabé Moral Rama, de Sant Joan Despí.

    - Agustín Cantón García, de Almería. Fue mi compañero de la litera contigua mientras residimos en San Fernando.

    - Antonio Donaire Moreno, de Sevilla.

    - Isaías (conocido como el cuervo debido a su nariz ganchuda), de Alicante. Se licenciaría como furriel.

    - Félix (el grueso), de Sevilla, era ATS.

 

Los tres Félix, contando el furriel de un curso anterior al nuestro, eran los únicos de toda la compañía que tenían algún contacto previo con la medicina, aparte de ser los tres de Sevilla; era como si el nombre hiciera la cosa, podríamos decir. Con el tiempo se incorporaría otro compañero licenciado en medicina, pero eso ya seria bastante más tarde.  De todas maneras siempre hubo una fluctuación permanente de personal en la sanidad, aparte del provocado por las licencias. Durante un tiempo también Pere Carbonell, el compañero del tren del primer día, formó parte de la unidad; y, al año siguiente, con el grupo de "nuestros hijos" reclutas de un mismo reemplazo, pero del año posterior, ingresaría en nuestra unidad Josep Trulls Malagarriga, primo de Joaquim Boixadera Trulls, aquel inseparable amigo en Cartagena, que ahora casi no veía por estar destinado al Tercio Sur.

 

Aquello era la demostración que la sanidad era un cajón de sastre donde iban a parar, de forma provisional o permanente, todo aquel indocumentado que no tuviera ubicación prevista, cosa que lo habilitaba  para ocuparse de las llagas y sufrimientos de un par de batallones de desembarco, aparte de la Dotación del TEAR.  ( A todos ellos me dirijo, pidiéndoles que hagan lo posible para un reencuentro, si algún día llegan a poder leer este texto).

 

Por suerte los diagnósticos no eran cosa nuestra, corrían a cargo de los dos alférez, médicos noveles, incorporados al mismo tiempo que nosotros para relevar en la consulta al capitán Don Francisco, absorbido por otras funciones en el cercano Hospital de la Marina.

 

La única pega de este crecimiento súbito de los efectivos era que la compañía de sanidad no dispusiera de un recinto equivalente para acogernos. En el chalet de la enfermería solo había literas para unos cuantos enfermos y para el enfermero de guardia del día, los demás, hasta nuestra llegada, dormían en la compañía de Dotación, donde ya no quedaba espacio para acogernos a todos los demás. Así que seguíamos pernoctando en el campamento; desde el cual, cada mañana, con la cola del desayuno y conducidos por un cabo, nos trasladábamos al cuartel principal, donde pasaríamos todo el día ocupados en las prácticas o el servicio de enfermería. Otra pega, derivada de la anterior, era que tampoco había trabajo para aquella inflamación súbita de personal que no venia acompañada paralelamente de una epidemia; así que nos dividieron en tres grupos rotativos de manera que, mientras uno hacia los servicios de sanidad, el resto nos convertíamos en carne de cañón para los caprichos ocupacionales del suboficial de servicio encargado de los trabajos del campamento.

 

Claro que, entrenados como estábamos desde los primeros días, en la estrategia del escaqueo, pronto descubrimos que de no volver al campamento al acabar el desayuno, o desaparecer a media mañana, nadie nos  buscaba. La gracia consistía en no desaparecer todos de golpe, alguien debía quedarse de reten para justificar la responsabilidad del suboficial del día, quien, al no conocer a cada uno ni saber exactamente cuantos soldados debía tener ese día a su cargo, hacia la vista gorda a nuestro ir y venir. Después no había más control hasta antes del toque de retreta, cuando se pasaba lista de todos los que pernoctábamos en cada compañía.

 

La táctica de quien no podía eludir presentarse al sargento consistía en asistir al reparto de trabajos e intentar escaquearse después con cualquier excusa. Recuerdo una vez, a la hora del reparto, en que recogí una pala  y me puse al lado de una zanja, haciendo como que ya tuviera ocupación asignada, el sargento, creyéndolo así, no se molestó en asignarme ninguna otra, de modo que tan solo darse él la vuelta, la pala volvió a quedarse de nuevo inmóvil allí donde la había encontrado; entonces ya solo me quedaba sumarme al primer grupo que saliera camino del cuartel, puesto que ninguna persona podía entrar o salir sola, sin permiso escrito, de aquellos recintos. Una vez en el cuartel era más fácil hacerse invisible entre el marasmo verde de la uniformidad o esconderse en una cantina a esperar la hora de la comida.

 

Uno podía hacer lo que quisiera, en tanto pareciera hacer aquello que estaba ordenado. No se podía pedir más a cambio de las trescientas pesetas que cobrábamos de mensualidad; el equivalente, entonces, al coste de comerse un completo en cualquier tasca de San Fernando, lo mismo que yo cobraba por pintar el retrato de su novia a cualquier soldado.

 

Aquella unidad sanitaria estaba en plena fase de expansión, si bien más de forma nominal que efectiva y aun lejos de la consolidación. De hecho no era otra cosa que el reflejo de la corriente expansiva del TEAR. Al igual que las antiguas ciudades medievales en un determinado momento hubieron de trascender el primitivo recinto de sus murallas, así mismo el perímetro del cuartel se había extendido  fuera de aquella sólida edificación cuadrangular del siglo XIX, de gruesas paredes y arcos de ladrillo encalados, tan parecida a una plaza de toros vista desde su patio, para engullir otros espacios foráneos, como el chalet de la enfermería o la fábrica -ya derruida- sobre la que se había levantado la nueva cantina "el hogar del Soldado".

 

Justamente por esta puerta, la de levante,  que daba a la antigua fábrica, era por donde entrábamos y salíamos cada día camino de los campamentos. El primero, que servia para acoger a la Unidad de Operaciones Especiales (UEO) y la compañía de carros de combate. El segundo, era la residencia de la Agrupación de Apoyo Logístico (donde se integraba la sanidad); de la compañía de las LVT, encargada de cuidar aquellas diez grandes máquinas anfibias que dormían en los hangares del centro del campamento; y de la compañía de transportes (TP-AUTO), en el barracón de los cuales acabamos, finalmente, por ser ubicados los enfermeros de forma más o menos definitiva.

 

Igualmente en esta zona, entre el viejo cuartel principal  y los campamentos, estaba la pista americana, por donde los soldados del batallón debían hacer el mono, escalando, saltando o arrastrándose comiendo polvo, practicando una guerra de mentira para simular la de verdad; al lado de la pista de entrenamiento de los carros de combate, un mar de polvo, en temporada seca, y un barrizal en tiempo de lluvia. Y en medio de todo esto, en un recinto cerrado, la piscina... clausurada, arrestada -contaban los abuelos- a causa de un episodio luctuoso; nosotros nunca pudimos refrescarnos en ella.

 

La lógica militar es bien extraña, se arresta  una piscina por causar una muerte, mientras se bendicen las armas, la herramienta necesaria de tanta devastación.

 

Actualmente, cuando crece la preocupación por los accidentes de tráfico, se pone el acento en el consumo de alcohol, olvidando que el peligro reside en la conducción misma y que el estado etílico no hace sino agravarlo, tal como pasaría con un conductor  invidente. Un borracho caminando no suele ser peligroso, en tanto que un conductor sobrio no deja de serlo.

 

En esto los militares no se engañan, conocen el peligro de las armas y no le dan más importancia si alguien las utiliza bebido. Al fin y al cabo sirven para lo que sirven.

 

El interés por la venta de coches -o de armamento, en el fondo un automóvil también es un proyectil- prevalece sobre el número de bajas que pueda causar. Tan solo esta hipocresía hace que destaquemos unas causas y nos olvidemos de otras.

   

Entre las idas y venidas al campamento, los turnos de una semana en el servicio sanitario, seguido de dos en la brigada de obras del campamento, iban pasando los días mientras aprendíamos a acoplarnos de la mejor manera posible a la vida militar. De hecho los dos primeros meses eran los más difíciles , cuando uno debía ganarse el sitio junto con el reconocimiento de los veteranos; uno debía dejar de ser un pelón anónimo para hacerse un espacio propio convirtiéndose en camarada de los cursos anteriores; consiguiendo ser tolerado, en un principio, y aceptado más tarde como compañero, en quien, nunca se sabe, tal vez deberá uno confiar.

 

La culminación de este proceso tenia mucho que ver con la llegada de un nuevo contingente de pelones. El tener otro curso detrás significaba tener las espaldas cubiertas enfrente de las arbitrariedades o chulerías de los veteranos: los últimos siempre hacían de cojín. Por eso siempre venia bien conocer a alguno de los veteranos o buscar el apoyo de un paisano que facilitara el acceso al colectivo de la manera menos traumática.

 

Pienso ahora si no será similar al proceso de integración de los emigrantes actuales a los llamados " territorios de acogida".

Cuando detrás de cualquier agresión se esconde el desconocimiento y temor a la pérdida de los privilegios, especialmente por parte de quienes más escasos andan de ellos; mientras que los más desahogados -los jefes, en el equivalente militar- sacan provecho de ambos, propiciando el enfrentamiento. Algo que se hace todavía más evidente cuando el ministro de defensa -ante la escasez de voluntarios profesionales- acaba de proponer las filas del ejercito como vía de integración para los emigrantes.

  

Durante aquellos primeros dos meses en el TEAR tuve que pasar, igual que mis compañeros, de una compañía a la otra, atando el petate cargado con toda la impedimenta al pié de la litera, hasta que conseguíamos de la magnanimidad de cualquier veterano el desalojo de una taquilla de las diversas que controlaban como moneda de cambio. Así pasé de no tener donde guardar la ropa, a controlar -cerrándolas con un candado- cuatro taquillas: dos en la compañía de AAL y dos en la TP-AUTO. Obtenidas no a cambio de favores, sino debido a la devaluación que experimentaban como moneda a medida que disminuía la demanda.

 

Lógicamente, al hacerse más evidente nuestra ubicación definitiva en la cía de transportes, pude permitirme el lujo de renunciar a tres de ellas en beneficio de los pelones que acabábamos de estrenar.

 

A partir de ese momento uno podía comenzar a contar los meses que todavía le que daban de mili. El conocer mínimamente el terreno que uno pisaba dejaba tiempo para divagar y pensar en algo más que no fuera lo inmediato: quedaba tiempo para aburrirse. Entonces, como los cachorros que empiezan a salir de la madriguera, podíamos iniciar la exploración del territorio circundante exterior al cuartel.

 

El más cercano, la ciudad de San Fernando, territorio civil (a pesar de que buena parte de su población fuera militar o viviera de la milicia) que comenzaba al otro lado de la vía del ferrocarril. La vía marcaba la línea divisoria entre el territorio militar y el civil, cortando perpendicularmente aquel paseo que desde la estación nos había conducido desde la estación al TEAR el primer día. El tramo entre la estación y  el cuartel había sido el primer lugar de aquel territorio en acoger nuestros pasos y seria, meses después, también el último lugar de San Fernando que pisaríamos cuando, allí plantados, saludaríamos la subida de bandera por postrera vez, pocos pasos antes de subir al tren ya licenciados (para ser exactos, con permiso indefinido, puesto que nominalmente todavía nos quedaban seis meses de servicio para completar los dos años reglamentarios correspondientes a la Marina).

 

Antes, pero, deberíamos recorrerlo en ambos sentidos infinidad de veces, siempre que podíamos salir del cuartel, en libertad condicional, ya fuera como francos de paseo, camino de San Fernando, o con permiso vacacional, camino de la estación.

 

Aquel paseo con una olor tan característica; la misma olor dulzona y empalagosa del semen humano, producida por no se que planta que lo adornaba. Igual que el olor de las libretas, lápices y criaturas siempre me recordará el colegio de monjas donde iba de pequeño, esta olor de semen la tendré asociada a este paseo, igual que la del cuero al almacén de intendencia de Cartagena.

 

San Fernando era nuestra zona de recreo donde podíamos acudir cada día, siempre que uno no estuviera arrestado y dispusiera  del capital necesario para pagarse al menos un completo: un lomo con patatas y guarnición de quetchup, acompañado de una ensalada y vino de Chiclana con gaseosa, que era la cena habitual de la soldadesca en las tascas sanfernandinas. No acostumbraban a pasar de aquí nuestras correrías, ya que sin disponer de automóvil, el tiempo de paseo diario, de las seis a las diez, no nos permitía ir más lejos. Incluso con el tiempo, una vez pasada la novedad, la pereza de tener que vestirse "de bonito" para repetir siempre lo mismo, hacia que prefiriéramos quedarnos en el campamento y montar una cena privada, compartiendo viandas recibidas vía correo familiar, con los compañeros (las ensaladas utilizando un casco de guerra como ensaladera eran proverbiales). Y es que, por mucho que San Fernando figurara como distrito postal de residencia durante todo nuestro periodo militar, no se puede decir que enraizáramos demasiado; el uniforme era la coraza preventiva que nos singularizaba como aves de paso  a la que vez nos aislaba de la población autóctona; era un preservativo que impedía el flujo natural de comunicación entre ambos ámbitos de población: los paisanos -con un tanto por ciento importante de militares profesionales- y la soldadesca de leva, formada por exciviles con la intención de volver a serlo tan pronto nos dieran permiso, una relación, pues, contaminada por el hecho de saber, unos y otros, que la nuestra era una situación provisional, forzada por las circunstancias  y sin más futuro que el previsto por las ordenanzas. En este ambiente era difícil conocer verdaderamente un país de puertas adentro -más allá de las escasas relaciones comerciales que nuestro magro capital podía comprar- sin contar con la complicidad de ciudadanos locales que lo hiciera posible. Ni el ambiente favorecía poder traspasar la barrera que representaba el uniforme, ni mi escasa facilidad de palabra jugaban a favor de conseguirlo. No se si he dicho que el deporte no figuraba -ni entonces ni ahora- entre mis temas de conversación. Y es que yo, que siempre he vivido entre pigmentos y no tengo bastantes ojos para admirar tantos matices como nos rodean, nunca me he sentido atraído por la monotonía cromática de las camisetas deportivas ni por las actividades de quienes las visten: un rectángulo verde de hierba, ni en directo ni a través del televisor, no consiguen retener mi mirada bastante tiempo para que pase nada capaz de competir con la riqueza del mundo que lo rodea o con las fantasías que vienen a mi cabeza  y me distraen de su contemplación. Se me cerraba, pues, todo un abanico de posibilidades, en lo referente a entablar conversación, ni que fuera a un nivel tan rudimentario como la rivalidad entre aficiones. Y si nunca me ha seducido el ritmo de una sardana, con todas sus connotaciones nacionalistas, parece lógico que todavía esté más negado para degustar el flamenco, si bien me siento atraído por su plasticidad y colorido. Ni que decir tiene como era de difícil entonces, con un régimen que tan poco favorecía la diversidad y el mestizaje cultural, que un "polaco" se sintiera estimulado por cruzar la barrera de la incomunicación. Más allá de las limitaciones personales, era la confirmación que los ejércitos, vayan donde vayan, siempre son foráneos: fuerzas de ocupación. Más que por el territorio que ocupan, por ser ellos mismos los ocupados.

 

Ahora, no obstante, lamento no haber sido consciente de la oportunidad que se nos brindaba -a pesar de las dificultades- de conocer mejor aquel territorio y su gente, los "cañaíllas".

 

Por lo que se refiere a la tropa, San Fernando no pasaba de ser una extensión del recinto del cuartel. Recuerdo, sin embargo, la arquitectura característica del sur, de casas bajas encaladas, con rejas en las ventanas sobresaliendo de la fachada y protegidas por una pequeña cornisa igual que el pretil; unas calles de viviendas, todavía a nivel del suelo, que desconocían el empacho comercial y publicitario que recarga de plástico rotulado y vidrio las ciudades modernas, haciéndolas indistinguibles las unas de las otras.

 

En cambio el fin de semana, quienes no teníamos permiso de franco de ría, podíamos salir, los sábados después de comer, y los domingos ya desde por la mañana, una vez concluida la misa (de asistencia obligatoria) hasta las doce de la noche, que era el momento del toque de silencio. Aquellas horas de libertad provisional nos permitían subir al autobús y llegarnos hasta Cádiz cruzando el istmo de arena  que lo unía a San Fernando.

 

En la denominada tacita de plata uno podía sentirse, casi, civil; a partir del momento que dejaba de toparse con uniformes en cada bar, tienda o esquina. La mayor amplitud territorial favorecía la dispersión de los uniformes, de manera que, aparte del grupito formado por los tres o cuatro compañeros, uno podía hacerse la ilusión de vivir entre civiles.

 

Sin objetivos definidos, y sin la ayuda de guías locales, comenzábamos recorriendo la ciudad vieja, con visita a la catedral, la plaza del ayuntamiento y el paseo marítimo donde, aparte de intentar compensar el déficit crónico del elemento femenino en nuestro paisaje semanal, nos entreteníamos contemplando el flujo y reflujo de las mareas, al cual los mediterráneos no estábamos acostumbrados, más  evidente todavía  sobre los muros verticales del muelle que en las riberas del caño de Sancti Petri que bañaba nuestro campamento. Y es que la magnificencia de aquel territorio, aquello que lo hace verdaderamente singular convirtiéndolo en punto estratégico, es su geografía, de la cual los monumentos humanos tan solo son la consecuencia.

 

Ninguna obra humana es posible sin el territorio que le da soporte, pero en pocos lugares la interdependencia se hace tan evidente como en aquella zona. La ciudad de Cádiz, como San Fernando, tan solo tiene sentido en razón de su emplazamiento. Sin los pedestales rocosos que las hacen sobresalir entre las marismas y salinas que las rodean, ya haría tiempo que habrían sido engullidas por el fango, caso que alguien hubiera tenido el atrevimiento de edificarlas fuera de donde están: alzándose como fantasmales siluetas, entre la ambigüedad imprecisa entre mar, cielo y tierra, tan solo en razón de la solidez de su emplazamiento. Tampoco el Tercio de Armada podía encontrar lugar más propicio para la función que tenia asignada y que su escudo reflejaba: aquella imprecisión de no saber si uno esta en la mar o en tierra... de quien camina sobre las aguas.

 

Ambigüedades propias del territorio inestable donde nos movíamos: civiles forzado a vestir de militar, entre militares profesionales disfrazados de civiles; ciudades ancladas sobre el agua, rodeadas de barcos navegando por la tierra... preparando la guerra... para proteger la paz.

 

Si el mundo cotidiano ya era bastante ilusorio, el de los fines de semana lo superaba ampliamente. Amodorrados por el ardor ambiental que propiciaba los espejismos, embriagadas nuestras retinas por la luz que convertía en evanescente el paisaje diluido entre neblinas, solo el encuentro con una pareja de "calimeros" (PN) era capaz de devolvernos a la realidad no menos absurda, de recordarnos que la nuestra era una libertad vigilada, que nos convenía no perder los papeles ni desmadrarnos, si lo que pretendíamos era salir de nuevo el domingo siguiente. Marcados, así, de cerca, por la evidencia de nuestra situación, pronto agotábamos nuestras opciones de matar el tiempo -en la medida que el deseo de vida lo teníamos atado con soga corta-, acabábamos sentados en un bar o yendo a lanzar la caña a alguna discoteca, es decir, intentar ligarse alguna gaditana, algo que vestido "de romano" era como querer agarrar agua con un cesto.

 

Necesitábamos, pues, librarnos del uniforme - algo absolutamente prohibido - antes de intentar nada. Así que una de las primeras cosas que hacia el soldado novel era procurarse ropa de moda (en aquellos tiempos unos pantalones acampanados una camisa y un jersey -después lo vi en la etiqueta- confeccionado en Mataró) y acudir a cambiarse a una de aquellas múltiples habitaciones que, por una módica cantidad, los paisanos alquilaban  a la tropa para este menester. Una vez maqueados convenientemente, a pesar de no poder disimular el rapado militar, enfilábamos hacia la discoteca donde intentar parar la caña, lo que  yo no pude conseguir, no por falta de ganas, sino debido a mi timidez que, junto con la poca atracción que siempre he tenido por estos locales oscuros y ruidosos, me impedía siquiera intentarlo.

 

Condicionado por las circunstancias, nunca fui consciente entonces, como lo soy ahora, de las posibilidades que tenia de plasmar sobre el papel la luminosidad de aquel territorio; sin embargo, de haber sido capaz (como no lo dudaría ahora, bastante más seguro de mis posibilidades manuales y comunicativas), habría comportado una caza en solitario, puesto que ninguno de mis compañeros compartía la afición por el dibujo, singularizándome, si cabe, todavía más, como bicho raro. Ni se me ocurrió. Tan solo hubiera encontrado otro "tocado" por los pinceles, se nos habría abierto todo un mundo de posibilidades. Teníamos todo el tiempo del mundo, en consecuencia, lo perdíamos: se nos escapaba sin poder hacer nada. Y la perversión, la causa de que no nos importara, era que ese tiempo perdido también contaba como redención de  pena. De hecho, perderlo, era la pena que nos había sido impuesta. La prueba era que, igual que nosotros no sabíamos que hacer allí, ellos no sabían que hacer de nosotros.

 

Ahora, de tener ocasión (esto es la muestra que las condiciones han cambiado, las mías indudablemente, pero también las del entorno), me encontraríais perdido entre las marismas, las playas o las calles -solo, de no tener más compañía- dejándome seducir por todo cuanto quedara dentro de aquel horizonte circular y sin hitos, donde una simple caña era un acontecimiento; pero de ninguna manera dentro de uno de aquellos antros aturdidores de los sentidos, donde algunos tal vez ligaran, o lo intentaban al menos, otros, la mayoría, se dedicaban a hincharse de cubatas hasta donde les alcanzaba el presupuesto, o hasta que no se aguantaban de pié. Entonces, apoyados estos en los compañeros que todavía caminaban, una vez recuperado el uniforme, empapados, todos, de ese codiciado "tantomedá etílico", enfilábamos de nuevo hacia el cuartel, donde confluíamos, como una riada de almas en pena, en el "paseo del semen" enriquecido ahora con el tufo de los vómitos. Olor que acababa impregnando igualmente la enfermería, visitada indefectiblemente todos los fines de semana por alguno de aquellos bravos guerreros caídos en la lidia del dios Baco, faena que el enfermero de guardia acababa de rematar con una suerte de banderillas: una dosis intramuscular de vitaminas B1, B6, B12, que lo dejaban derrengado, desnudo como un angelito, hasta que se despertaba al día siguiente, en una litera de la sala de curas.

 

Atracciones de los fines de semana que se perdían los francos de ría: aquellos que tenían la residencia cerca y podían dejar el cuartel todo el fin de semana -siempre que no tuvieran ningún servicio o arresto- desde la noche del viernes hasta la mañana del lunes. ¡No sabían lo que se perdían !... Nosotros, los desterrados, hubiéramos dado lo que fuera para perdérnoslo igual que ellos.

 

 

(VI)

 

 

El servicio en la enfermería consistía en hacer un poco de todo. Barrer y fregar las dependencias era lo primero que hacíamos los componentes del turno semanal nada más llegar, cada mañana, después de desayunar. Esto cuando todavía el enfermero de guardia del día y la noche anterior tomaba la temperatura a los pacientes internados y lo apuntaba en las gráficas.

 

Acto seguido debíamos comenzar a poner orden en la sala de curas para recibir al mediodía el alud de visitantes. Normalmente esta era una ocupación del enfermero de guardia entrante, que durante los primeros días era un veterano ayudado por un novel  para que fuera aprendiendo el oficio, pues la escasa capacidad de aquel reducto -un cuartito de dos por tres metros- no permitía más asistencia; era tan pequeño que, aparte de los dos enfermeros, tan solo cabía un paciente, los demás debían guardar cola fuera en el patio.

 

Parecía más un cuartito para guardar herramientas -y tal vez lo hubiera sido antes de que el chalet se convirtiera en enfermería- que una dependencia de un servicio sanitario. Tan solo a costa de infinitas capas de pintura blanca habían conseguido hacerlo verosímil. Había una mesa con cajas de cartón llenas con las dos versiones de "pastillas el ancla", un armario metálico con paredes de vidrio donde se guardaban otros medicamentos; una estantería con un recipiente eléctrico de los utilizados para hervir las jeringuillas y agujas; y, en una esquina, separado por un tabique y una puerta, la litera del enfermero de guardia, que servia no pocas veces para acoger a algún paciente mareado después de plantarle una banderilla.

 

De hecho el trabajo de enfermería ocupaba a dos o tres, el resto, más que de "chicas de la cruz roja" lo que de verdad hacíamos era de señoras de la limpieza, con opciones a ejercer otros oficios como el de pintor de paredes y puertas, dependiendo de la ocurrencia cotidiana del teniente "cara mula" responsable de la administración para tenernos ocupados; cosa que permitía dedicarse a la investigación y descubrimiento de nuevos recursos, siempre enriquecedores, síntesis de las diversas disciplinas al alcance, como por ejemplo la de disolver la pintura con linimento cuando faltaba el aguarrás.

 

Ocasionalmente, alguno de los miembros de la plantilla de fregonas debía cambiar -como un mádelman multiuso- el mocho y el plumero por la caja de curas de campaña y el brazalete con la cruz roja, para hacer de acompañamiento sanitario a una de las compañías que salían al campo de tiro, de maniobras o de marcha nocturna (que, como es obvio, no tenia nada que ver con la ruta del bacalao o los "after-auers" actuales). Un servicio, el de enfermero en campaña, más nominal que efectivo, por mucho que Don Ángel, el brigada, dedicara muchas tardes a nuestra formación teórica. De hecho el mejor consejo que de él recibimos fue : "ante la duda, abstenerse", no fuese peor el remedio que la enfermedad. Algo que aplicábamos al pié de la letra: eran tan grandes nuestras dudas que cuando salíamos de campaña no dábamos golpe.

 

Afortunadamente tampoco nos encontramos con situaciones lo bastante graves como para poner en evidencia nuestra ignorancia; y, tal vez, la tropa enterada de nuestra soberana incompetencia, hacia lo posible para evitar ser objeto de nuestras atenciones; quien sabe si contribuía -para acabarlo de rematar- el hecho que las cajas utilizadas como botiquines de campaña fueran los contenedores metálicos de espoletas, reciclados para este nuevo uso. Porque, no nos engañemos, por mucho que presumiéramos de enfermeros, no pasábamos de ser unos simples camilleros.

 

Escaquearse de asistir al servicio religioso del domingo formaba parte de las ventajas no escritas del oficio sanitario. La fe cristiana, en aquel estado confesional militante, era decretada por el régimen, en consecuencia, la asistencia a misa era obligatoria. En ausencia de los oficiales sanitarios, encargados de la salud de los cuerpos, era el "pater" quien debía hacerse cargo de la salud de nuestras almas. De disciplinarnos al menos, obligándonos a hacer acto de presencia, de pie durante una hora, en su misa dominical; la variante terapéutico-religiosa para las angustias del alma, equivalente a las píldoras "el ancla" que dábamos en la enfermería.

 

Gracias a este tratamiento de choque aquello que, debido a la influencia de mis padres, nunca me atreví a hacer en la vida civil, lo consiguió la disciplina castrense con su imposición: que dejara de asistir  misa.

 

De hecho era algo de lo que prescindíamos todos los sanitarios, aprovechando el refugio que nos ofrecía la enfermería sin mandos ni nadie que nos controlara durante el fin de semana. Si en los trabajos diarios en el campamento procurábamos que hubiera un grupo de reten, incluso voluntario, pues servia para matar el aburrimiento, los domingos, en cambio, el absentismo general a misa por parte de los sanitarios fue tan descarado que, el capellán castrense (ese religioso con rango de capitán, que debido a compartir espacios con médicos y sanitarios en las maniobras, nos conocía a todos) se quejó a nuestros superiores obligándonos, al menos durante un tiempo, a asistir a misa.

 

La contradicción que un capellán estuviera al servicio de las armas seguramente no era superior a lo que pudiera serlo para un medico: ambos tienen encomendada la misión de calmar las consecuencias de un estado de crisis armada, sin tener en cuenta las motivaciones que la ha causado; pero las causas, que en un médico pueden parecer prescindibles, a veces hacen difícil olvidar, en cuanto a los sacerdotes, la influencia que a menudo han tenido -sobretodo viéndolos bendecir los cañones- en los acontecimientos desencadenados. Uno puede tragarse las grageas prescritas por el facultativo cuando confia en él, pero si le pierde la confianza las escupe. Hay pastillas que sirven -para mascarlas como un chicle- mientras uno no tiene preguntas, pero cuando uno busca respuestas nada le dicen.

 

La enfermería, aparte de los servicios religiosos, a menudo nos ahorraba también la asistencia al comedor; y no porque fuéramos presa de ataques de anorexia súbita o que una huelga de hambre nos obligara a sustituir el rancho por un tratamiento de suero o complejos vitamínicos inyectables, no ; el hambre, gracias a Dios, no la perdíamos. El lujo no consistía en ahorrarse el rancho, sino la cola del comedor. Pero, incluso más que la cola -debemos reconocer que el servicio del comedor era bastante eficaz y rápido- la ventaja era que podíamos comer en la enfermería. Reuníamos nuestras tarjetas del rancho, sumándolas a las de los pacientes internos, para que los enfermeros de guardia las presentaran en la cocina a la hora de recoger las raciones de los encamados; raciones hinchadas no pocas veces a base de engordar el paquete de tarjetas con las suplementarias solicitadas al furriel, encargado de proporcionárnosla mensualmente a cada uno.

 

Tan pronto desaparecían los médicos, comenzaba la fiesta; la mesa del comedor de la enfermería se llenaba con las raciones de los pacientes -reales y ficticios- de manera que contradecía -si alguien hubiera tenido interés en investigarlo- la consabida desgana de los enfermos, así como la aritmética de la intendencia. Una fiesta no solo por las raciones infladas (nunca he pesado tanto como en esa época), también por el hecho de poder disfrutar de una larga sobremesa compartiendo las vituallas de los envíos familiares; lo cual permitía después encamarse para hacer la siesta; siempre que los auténticos pacientes no ocuparan el total de la docena de literas disponibles, o que la sobremesa derivara hacia el jolgorio general con las atracciones más diversas; como la vez en que la enfermería fue convertida en parque acuático por unas horas -recinto marinero que era- como consecuencia de la típica broma consistente en colocar cubos llenos de agua sobre las puertas. El contrapunto fue que nos pasaríamos el resto de la tarde achicando agua de todas las dependencias. De ninguna manera podíamos permitirnos que, a causa de un aguacero infantil, naufragaran nuestros privilegios.

 

El contraste entre aquella "casa de barrets " (en catalán "casa de sombreros" equivale a "casa de lenocinio") - gorras en nuestro caso- en ausencia de la "dueña", con respecto a nuestra estancia en el campamento era tan evidente que preferíamos estar de guardia en la enfermería antes que dormir en el campamento. La razón eran los continuos plantes,  de pié fuera del barracón, en formación hasta altas horas de la noche, como consecuencia de la chunga o chirigota de algún compañero exaltado, después del toque de silencio. Un consabido y nunca formulado pacto de silencio entre camaradas -hoy por ti y mañana por mi- nos impedía delatar al autor de la bravuconada, algo que daba motivo al oficial del día a hacer valer su autoridad.

 

Casi no había noche sin que una u otra de las compañías alojadas en el campamento contemplara la luna más tiempo del que hubiera deseado cualquiera de los presentes; especialmente cuando estaba de guardia el teniente -mayor teniente, para ser exactos- Lobo (que no era un apodo sino su apellido verdadero; la antítesis del nombre, Rafael -el arcángel- que lo precedía ). Un saco de grasa tan famoso por su mala leche, que cualquiera lo creía capaz de fulminarnos con aquella mirada miope que atrincheraba detrás de unas gafas de culo de botella. Eran los restos, corregidos y aumentados, de uno de aquellos alféreces provisionales que durante la guerra se habían entregado devotamente a "la cruzada" y se diría que todavía la continuaba, por su cuenta y riesgo, treinta y cinco años después, talmente como si la salvación de la patria dependiera del tiempo que nos tuviera de pié mientras ululaba a la luna.

 

Enfundado en el traje de campaña, rematado por un casco proporcionalmente raquítico en relación a su perímetro abdominal, aquel morcillón prostático (a juzgar por el uso que hacia en el lenguaje de los órganos adyacentes) nos habría parecido ridículo de habérsenos dado poder para mandarlo a... que le hicieran un tacto rectal.

 

 

    Madrugada del 25 de diciembre de 1999. Navidad

 

Me despierto a las dos de la madrugada a causa de un sueño turbio, en el que un escritor cita a otro, como justificación de su última obra, la siguiente frase atribuida a un tercero: "Aquell que et visita, gener, ja sap que, al teu nom, hi ha un neixament" (Aquel que te visita, enero, ya sabe que, en tu nombre, hay un nacimiento).

 

Automáticamente he sabido que debía hablar de las armas.

 

 

(VII)

 

 

Por todo lo que llevo dicho hasta ahora podía parecer que allí no había armas cuando, de hecho, eran la única razón por la que estábamos allí. No en balde aquello se llamaba la Armada.

 

De armas había por todas partes; a pesar de que los componentes de la sanidad ni las tocábamos, a no ser que se considere arma blanca -o química- una jeringuilla. ("Con tanto´ mese´ de mili ¿ent’avia no tenei´ ejcopeta"? nos decían, burlones, nuestros compañeros del batallón).

 

Dejando aparte el armamento pesado, como carros de combate, tanquetas, cañones, etc. y todo el material de transporte, "Jeep´s", camiones, helicópteros, barcos, aviones... obviamente fuera de nuestro alcance; limitándonos únicamente al armamento ligero, aquel que puede transportar un solo hombre, había las ametralladoras MG, los morteros, los tubos lanza granadas (conocidos popularmente como Bazocas), los fusiles zeta con culata de varillas plegables, el arma usada por los suboficiales cuando estaban de guardia, aparte de la pistola reglamentaria. Esto, junto con el fusil ametrallador individual de cada soldado, era el material básico de cada compañía. Tener cuidado del fusil, el llamado CETME (debido a las siglas que traía grabadas en referencia al Centro de Estudios Técnicos de Material Experimental, el eufemismo bajo el cual se escondía, en este país, uno de los negocios más lucrativos del mundo: la fabricación de armamento), era responsabilidad de cada soldado; al fin y al cabo era este chisme aquello que lo constituía, más que el uniforme, como soldado o guerrero. No en balde en asegurarse la complicidad clientelar de la gente convirtiéndola, de manera "voluntaria" o forzada, en usuaria de un producto (comercial, político o ideológico), es lo que garantiza el éxito de las ventas.

 

El fusil era el arma reglamentaria de la tropa y cada compañía guardaba los suyos encadenados en un armero, de donde se sacaban para la guardia, la instrucción, los desfiles o en caso de emergencia; acompañados siempre de su  añadido o apéndice el machete o bayoneta; un puñal afilado de hoja negra (acero al carbono) que uno debía llevar colgado del cinturón de campaña siempre que estuviera de guardia, maniobras, cuartelero o imaginaria; un cuchillo tan peligroso para su portador, que no habría sabido como usarlo, como para el posible agresor al que se le enfrentase -ambos habrían tenido que fiarse de su instinto, puesto que nadie nos había enseñado a  usarlo- cumplía, es evidente, una función más simbólica que práctica; esa hoja templada indicaba el estado, teórico, de alerta de su portador; estado que se mostraba en su máxima excitación una vez calado en el extremo del cañón del fusil. Aquello era el equivalente, en el ritual bélico, a cuando los perros enseñan los caninos.

 

La descripción del CETME que se hace en el Manual del Marinero" es la siguiente: El fusil CETME, calibre 7,62 milímetros, es un arma desarrollada según los modernos conocimientos de fabricación. Este fusil puede ser utilizado como fusil ametrallador en fuego por ráfagas o fuego continuo. Es un arma automática, de retroceso de masas, con acerrojamiento semirrigido y cañón fijo. La alimentación se realiza por cargadores. El bípode, proporciona un apoyo seguro al arma, aumenta su precisión. El arma está provista de un asa que facilita su transporte.

 

Dispone de suplementos adecuados para disparar granadas de fusil o cartuchos de fogueo.

    Calibre...........................................................         7,62 mm.

    Longitud del arma con apagallamas..........        1.000 mm.

    Peso del arma sin cargador........................        4,850 mm.

    Peso del cargador de veinte disparos vacío     0.400 Kg.

    Peso del cargador lleno ..............................        0.830 Kg.

    Longitud del cañón .......................................       450 mm.

    Longitud del rayado ......................................       305 mm.

    Sentido del rayado ........................................       Derecha constante

    Número de rayas ...........................................       4

    Longitud de la línea .......................................       500 mm.

    Graduación del alza ......................................       De 200 a 900 mts.

    Cadencia de fuego continuo ........................       De 500 a 600 dis/min.

    Velocidad .......................................................       800 - 760 m/seg.

 

El conocimiento de todos los elementos del fusil era imprescindible, todo soldado debía ser capaz de montarlo y desmontarlo, incluso a oscuras, y mantenerlo siempre en perfecto estado de revista; ello no impedía, sin embargo, que a menudo se escapara algún disparo de manera imprevista, causado por un golpe de culata en el suelo o cualquier otro movimiento brusco. Especialmente peligroso era el momento del cambio de guardia, cuando el oficial pasaba revista al armamento y la guardia saliente cambiaba sus cargadores llenos por los vacíos de los centinelas entrantes; no era infrecuente durante esta operación escuchar algún disparo escaparse debido a la manipulación desmañada de este peligroso material, tanto como al deficiente estado de su conservación.

 

Con tal de evitarlo se acostumbraba a hacer la guardia con el cargador vacío en el fusil, mientras el lleno se guardaba en la cartuchera. Tan solo en situaciones de excepción era obligatorio colocar el cargador lleno en el fusil; era entonces, dado que las armas las carga el diablo, cuando podía escaparse algún tiro el cual no siempre salía para arriba, más de una vez había tocado carne. Así fue ese día, después del toque de silencio, en que un tiro nos sacó del primer sueño: un compañero de la compañía de transportes donde nos alojábamos que estaba de guardia, fue atravesado  por una bala escapada del fusil de un compañero. A consecuencia del impacto, físico en uno y emocional en el otro, ambos tuvieron que ser internados en el Hospital  de la Marina; afortunadamente el herido pudo recuperarse después de unos días de internamiento, algo que debía contribuir también a la recuperación del agresor involuntario. El herido salió, todavía convaleciente, con un permiso indefinido (equivalente a la licencia) para acabar de recuperarse en familia, algo que nos hacia pensar, a los demás, si no seria bueno dispararse un tiro en el pié para poder salir de allí, ni que fuera de mala manera. Un hecho, la auto mutilación, lógicamente (según la lógica militar, naturalmente) absolutamente penalizado. ¿Tal vez con la misma lógica que se penaliza el intento de suicidio con la pena de muerte?.

 

En esto, contrariamente al rapado, en que uno puede venir rapado de casa y ahorrarle el trabajo al barbero, no estaba permitido llevar la iniciativa. Es una cuestión de cortesía: la mutilación es un privilegio del enemigo. ¿Donde iríamos a parar sino?.¿Os imagináis un ejercito auto flagelado que ya llegara hecho pedazos al campo de batalla? ¿Quién querría la carne si los bueyes ya llegaran descuartizados al matadero?. No, uno debe llegar por su propio pié, lo más entero posible... para que allí lo hagan picadillo, filetes, o cecina al gusto del consumidor. Tan solo así el suministrador puede responsabilizarse ante el cliente de la calidad inicial del producto. Que de las vísceras de uno siempre se pueda decir que tienen la mejor denominación de origen, y avalarlo, si cabe, con la documentación necesaria.

 

De la suma de placas, lápidas y monumentos a los caídos, están hechos los libros de historia; ellos son el registro, el Debe y el Haber, el libro de cuentas del Poder. Pues, si una cosa sabe este, es que "Sin matanza no hay beneficio". Es por eso que una situación de conflicto que no provoque bajas (da lo mismo si son propias o ajenas), deportaciones masivas, o desbaratamiento de la cotidianidad, no cuente: no interesa, no rinde, no da dividendos; ni a los que fabrican las armas, ni a quienes se benefician del terror, ni a quienes de ello informan.

 

El apéndice farragoso de la pistola que colgaba de la cintura de todos los oficiales no permitía que lo olvidásemos: todos sabíamos que apuntaría a nuestro cogote si, camino del matadero, nos venia la tentación de escapar del destino de la víctima.

 

Es bastante significativo que, cuando los ejércitos tienden a ser profesionales, el mayor numero de bajas se de entre los civiles; y no solo por efecto de las bombas; este sistema de ejecución únicamente son los restos, ahora relegados a las periferias menos progresadas, de la guerra convencional.

 

El progreso hace cambiar los métodos, pero no las intenciones. Igual como la Iglesia se ha vuelto arcaica en beneficio de la Banca, a la hora de administrar la fe de sus feligreses; ahora la guerra se ha vuelto más aséptica, cambiando sus trincheras clásicas por las carreteras y autopistas, donde los proyectiles de cuatro ruedas -al servicio de la economía, como cualquier arma- encuentran a sus víctimas. Las colas de vehículos, que antes solo se daban en una deportación masiva, se convierten en cotidianas en el primer mundo -con muchas más comodidades, esto sí-, para ir y venir del trabajo mañana y tarde; desde el momento que el progreso saca mayor beneficio de las ventas (y consiguientes colas de automóviles, con todo el consumo energético, de seguros e impuestos que ello genera) que del trabajo diario de la mayoría de sus usuarios. La ocupación (de vidas y territorios) tan solo sirve para justificar el uso del automóvil: la inversión en arsenal. Lo mismo que justificaba nuestra presencia en el cuartel. La única diferencia son los sueldos de los usuarios; muestra que el beneficio (para los administradores, no para la gente) aun es superior con los nuevos métodos.

 

Que la participación en esta "cruzada" -a diferencia del servicio militar de leva- se hace de manera voluntaria, es un argumento  que solo puede creérselo aquel que no sea capaz de ver la "pistola del oficial": la espada de Damocles de los vencimientos crediticios, la parte correspondiente de la deuda del Estado, que apunta a la cabeza de cada ciudadano. Hay guerras no reconocidas.

 

Un disparo de pistola, o quizás una escopeta de cañones recortados, había sido el detonante de un telegrama que la guardia civil de Almería envió a nuestro compañero Agustín Cantón, al tiempo que la causa de la muerte de su hermano, que traía escrita. Un disparo efectuado por un atracador en la sucursal bancaria donde trabajaba, había acabado con su vida; sacrificada al servicio del dinero, a causa de la desmesurada fe en este profesada por su ejecutor. De crimen ideológico podría calificarse, pues, sin esta fe necesaria de cada uno, ni el dinero, ni tampoco el crimen, habrían sido posibles: ni uno ni otro habrían coincidido allí. El permiso de una semana que inmediatamente le fue asignado a Agustín, ni para él ni para nosotros, lo habría deseado nadie. Hay guerras no reconocidas.

  

Permisos, los demás, no tuvimos hasta finales de verano. En tanto pelones éramos los últimos a la hora del reparto de los permisos estivales. Era un derecho de veteranía apuntarse los primeros turnos; privilegio fruto de conjuras con los furrieles de cada compañía, adquirido pacientemente a lo largo de los meses, a medida que los cursos anteriores se licenciaban y los compañeros del propio accedían a los cargos de privilegio donde se confeccionaban las listas, tanto de servicios como de permisos. Por mucho que hiciera falta la firma del teniente en el boleto azul del permiso, era el furriel quien lo llenaba y lo proponía; el tener buenas relaciones con el furriel podía suponer algunas ventajas,  el turno de permiso era una de ellas.

 

En la pirámide del poder; aquel verano del 75, nuestros nombres figuraban en la base; por muchas ganas que tuviéramos de disfrutar del permiso, deberíamos aguardar el último turno.

 

En agosto hacia ya cuatro meses que habíamos dejado nuestra casa y yo había perdido la oportunidad, en junio, de examinarme de un par de asignaturas -derecho usual e historia del arte- que tenia colgadas de la reválida de diseño gráfico en la Escuela Massana, desde el año anterior. Septiembre era la última convocatoria a la que tenia derecho si no quería perder el curso entero y la oportunidad de acabar la carrera. Con esta excusa, mi padre, más interesado que yo mismo, en que acabara los estudios, me hizo llegar un certificado de la escuela el cual debería servirme como aval para solicitar una licencia que me permitiera asistir a los exámenes, documento que no fue necesario, pues, al final, el permiso reglamentario coincidió con las fechas del examen.

 

Un mes era el tiempo estipulado de permiso veraniego, siempre, claro, que ninguna emergencia o acontecimiento imprevisto hiciera necesaria la presencia de la tropa en el cuartel. Ese no debía ser, pues, el caso cuando nos dieron la carta azul firmada, donde figuraba la fecha de salida y la de retorno, así como el vale de descuento para el billete del tren, que si mal no recuerdo era del veinte por ciento.

 

A los cuatro meses de salir de casa, de los cuales dos y medio pasados en el TEAR, volvíamos a subir al tren para cruzar de nuevo la península de extremo a extremo, ahora en dirección opuesta.

 

El trayecto, que deberíamos hacer en ambos sentidos en diversas ocasiones, comenzaba en la estación de San Fernando ( que por suerte no se refería al tren del refrán: "mitad a pie, mitad andando"), a media mañana, como pasajeros de lujo, montábamos en el tren Talgo que había salido pocos minutos antes de la cercana ciudad de Cádiz; de tal forma podíamos llegar con bastante antelación a Sevilla donde transbordar a otro tren, más acorde con nuestro estatus económico: el popular catalán (o sevillano, en sentido inverso) que debería llevarnos hasta Barcelona, a un ritmo no demasiado más rápido de como habíamos venido en nuestro primer viaje, puesto que el tren, si bien regular, era del mismo tipo: un tren correo con parada en todas las estaciones. La única diferencia era que  el pasaje no todo era compuesto por militares, pero sí un buen porcentaje, pues el número de soldados provenientes de levante, desde Alicante hasta Barcelona, recorrido litoral que cubría la línea férrea, era bastante abundante; esto sin contar los cabos rojos, voluntarios de provincias interiores que de otro modo, sin esta condición de voluntario, no tenían obligación de servir en la Marina. No obstante la libertad que daba el viajar en un tren de civiles, que nos apartaba cada vez más del cuartel, era bastante reconfortante, a pesar de vestir todavía de uniforme.

 

Un mes de permiso daba para mucho, al menos era lo que yo esperaba, y más teniendo en cuenta que ese tiempo también contaba como mili: Todavía tendría la posibilidad de repasar un poco los temas de examen, que ahora ya no tenia ninguna excusa para eludir, aparte de volver algunos días al trabajo -la agencia de publicidad de Sabadell donde había trabajado los últimos tres años- donde, aparte de ver a los compañeros, tendría la oportunidad de hacer algún dinerillo para llevarme cuando volviera a hacer de soldado.

 

Y así fue, las expectativas, en cuanto a los hechos, se cumplieron; por lo que respecta a las ilusiones de lo que puede dar de sí el permiso de un mes ya no tanto. Al menos visto desde la experiencia de como han pasado estos veinticinco años que hace ya desde entonces, un mes es casi nada. Si bien esto no depende del espacio que ocupe en un calendario sino de la intensidad con que se vive. La prueba es como el mismo periodo de un mes, uno de los que le siguieron, llegó a tener tanta importancia como para volverse noticia y atraer la atención de todo el mundo, cambiando la dinámica del país y condicionando las vidas de mucha gente, entre ellas los que nos encontrábamos en el TEAR. Probablemente sin el impacto y el recuerdo que en mi dejaron estos hechos nunca se habría escrito este texto. Pero no avancemos acontecimientos.

 

Aquel mes de septiembre pude examinarme y aprobar la reválida de diseño, sospecho  que más por la benevolencia de los examinadores que por méritos propios, pues, si bien toda la carrera había obtenido buenas calificaciones, sobretodo por que, entonces, los estudios de artes y oficios eran eminentemente de tipo práctico, esas dos asignaturas, puramente teóricas, eran para mi como una piedra en el zapato, por ello fue un gran alivio cuando me las aprobaron, algo que comenzaba a dudar fuera posible.

 

Lo que tampoco esperaba era que viniera un DIA la guardia civil a buscarme a casa. Ese al llegar del trabajo, mi madre me dio la noticia: un miembro de la Guardia Civil había estado en casa preguntando por mi.

 

Hay que decir (tan solo para aquellos que no lo vivieron, puesto que quienes guardan memoria ya saben muy bien qué significaba que a uno lo buscara la guardia civil) que, en esos tiempos, alguien suscitase el interés profesional de la benemérita no solía ser nunca cosa buena para él. Su fama en ejercicio de la represión era algo que precedía a sus miembros, quienes vivían en un mundo aparte, extraño a la población; sus cuarteles eran un territorio aparte donde, quien entraba, no solía salir en las mismas condiciones.

 

Que la guardia civil se interesara por mi, pues, no podía ser nada bueno, y aun más en periodo militar; como mal menor aquello podía significar una vuelta precipitada al cuartel. En este caso, sin embargo, fue todo lo contrario; que me prolongaban el permiso diez días, era lo que un miembro de la benemérita había venido a notificarme, tal como procuré confirmar personándome en el cuartel local; pues era el trámite habitual que las comunicaciones entre la milicia se hicieran a través de la guardia civil, tanto en lo referente a la búsqueda y captura de fugitivos, el aviso de incorporación a filas o, como en mi caso, el alargamiento de un permiso.

 

La razón, contrariamente a lo que pudiera parecer, no era un premio de diez días de ampliación del permiso de verano, sino que, de hecho y en la práctica, suponía una reducción de veinte días en otro permiso al que también tenia derecho. Ahora explico por qué: Un día estando de servicio en la enfermería se formó de golpe un revuelo inhabitual: ¡hacia falta sangre! No, no en el sentido que cabía esperar de la lógica militar en defensa del honor, la integridad territorial o los símbolos patrios, sino para una emergencia más prosaica: la hija de un brigada, una niña de cinco años, necesitaba una transfusión urgente y no había tiempo para buscar y reunir a los donantes voluntarios que, a cambio de un mes de permiso, se inscribían en las listas de la enfermería. De ese modo el furriel tiró de la ficha sanitaria de los presentes para encontrar los grupos sanguíneos compatibles con el de la paciente. Así, sin comerlo ni beberlo, quienes teníamos el cero positivo o negativo en nuestras venas, nos encontramos súbitamente montados en un "Jeep", camino de la residencia de la Seguridad Social de Jerez, donde nos vampirizarían 500 gramos de sangre a cada uno, con tal de extraer las plaquetas, pues, según nos dijeron, era este elemento lo que necesitaba la niña de manera apremiante.

 

Obviando cierta congoja que nos producía aquello de la extracción, la cual intentábamos disimular para no contradecir lo que se esperaba de unos hombres uniformados, fueron unas horas la mar de intensas, primero ante la oportunidad de salir de la rutina cuartelaria, pero sobretodo por poder disfrutar de las atenciones sanitarias de las, estas sí, auténticas enfermeras de la Seguridad Social y, todavía más, una vez devueltos a San Fernando, fuimos hospitalizados por una noche en el Hospital de la Marina, donde una monjita nos hizo de abuela trayéndonos arroz con leche, mientras veíamos la tele tendidos en la cama.

 

Pero la mejor recompensa fue al enterarnos, días más tarde, que la niña a quien habíamos dado la sangre estaba recuperándose; la otra fueron los diez días extra de permiso que, si bien nos habían prometido treinta, tampoco habíamos planificado conseguirlos; habíamos sido donantes de forma imprevista y también de forma imprevista nos recompensaban. No había nada que decir. Lo contrario hubiera sido hacerse mala sangre, cosa que hubiera impedido ser donantes otra vez.

 

No obstante el permiso, a pesar de la prolongación, también llegó a su fin, y tuvimos  que volver al cuartel, abatidos ante la perspectiva del año que aun nos quedaba de servicio con el aburrimiento (aquello que empuja mayoritariamente, por encima de otros factores, a considerar el periodo militar un tiempo perdido) que se extendía delante nuestro como un desierto.

 

Lo que no sabíamos era como nos cambiaría, a no tardar, aquella perspectiva, y que seria justamente y literal el desierto quien se extendería frente a nosotros para desbaratar cualquier posibilidad de aburrimiento.

 

Seguramente, por lo que respecta a los inmediatos meses que seguirían, cada soldado del TEAR podría calificar de manera diferente la experiencia de como los vivió; angustia, temor, esperanza, ilusión, miedo, ira, provocación, cansancio, tristeza, pena, alegría, diversión, patriotismo, valentía, amor, sexo, muerte, vida... para todas estas y muchas más expresiones y sentimientos habría cabida, pero seguro que difícilmente quedará lugar para el aburrimiento.

 

 

(VIII)

 

 

Acabadas las vacaciones el Tercio de Armada arrancaba de nuevo con el ritmo normal de maniobras programadas que servia para entrenar a la tropa en las funciones que se esperaba estuvieran capacitados en caso que una emergencia hiciera necesaria su intervención. Y como fuerza de desembarco se entrenaba permanentemente a la tropa para poder hacer honor al símbolo del escudo que todo soldado del batallón lucia sobre el brazo izquierdo: sobre un campo de dos colores partido en diagonal, el azul a la derecha y el amarillo a la izquierda, con una bayoneta vertical atravesada encima que entra del mar, azul, hacia tierra, amarillo.

 

Apuñalar, introducirse en la tierra desde el mar, era su función en caso de guerra. Y digo "su" por qué, como ya he citado, los de sanidad pertenecíamos a la Agrupación de Apoyo Logístico, no al batallón, y nuestro emblema, en lugar del puñal, lucia una hormiga encima de los dos colores, así a nosotros nos correspondía la labor de la hormiga, el trabajo de aprovisionamiento logístico de las necesidades del batallón; lo que equivale a decir que, a ellos, les correspondía -según la fábula- el papel de la cigala (en catalán "sigala", tiene el mismo sentido que, en castellano, se le da a cierta ave de gallinero, es la forma popular de referirse al pene).

 

Con el tiempo la sanidad acabaría por tener un emblema propio, confeccionado por un servidor, según las directrices impuestas por el teniente "cara mula"; un escudo formado por la superposición, sobre fondo bicolor común, de una cruz de malta color rojo, sobre la cual se superponía el símbolo de la Infantería de Marina, un ancla y dos fusiles cruzados.

 

No servirían de nada mis sugerencias ni esbozos con tal de hacer un escudo más en la línea de los diseños modernos, más esquemático y menos abigarrado. Traicionando la deontología del título recientemente conquistado, tuve que tragarme mis ideas modernas y dibujar un escudo de armas del estilo recargado y rancio de las salas de banderas, equivalente al gusto militar del franquismo agonizante; no me enteraba, ingenuo de mi, que seguramente aquel colectivo tampoco era lugar ni momento para esperar otra cosa. Mi poco entusiasmo quedó reflejado en la obra, olvidándome de dibujar el cepo ( travesaño superior perpendicular a la caña) del ancla, y así aparecería en el escudo que después todos los sanitarios luciríamos en el brazo. (Por lo que he podido ver en algunas páginas Web “mi” escudo sigue aun vigente).

 

En cambio si tuve oportunidad de hacer lo que me venia en gana con otro encargo. El mismo teniente me pidió que hiciera una cuantas ilustraciones de tipo humorístico para decorar las salas de la enfermería, Un encargo que no solo me permitía ejercer mi oficio, también podía dejar volar mi imaginación en el terreno que más a gusto me sentía: retratando de forma irónica el ambiente donde estábamos recluidos, por ejemplo un terceto de “chicas de cocina” vestidas de blanco y cogidas del brazo, sentadas en la sala de espera de la enfermería, tal como solían venir a pelar la pava con nosotros, las “chicas de la cruz roja”, reconociéndonos mutuamente, en cierta manera solidaria, como grupos marginales dentro de la norma cuartelaria. Aquello no podía decirse que fuera la libertad absoluta, pero se le parecía bastante, al menos cuando estaba dibujando.

 

Puesto que esta ocupación debía hacerse compatible con los otros servicios, el número de láminas que pude dibujar tampoco fueron demasiadas, ya que aquella actividad derivó hacia terrenos más oficiales, al encargarme un par de plafones ilustrativos sobre la sanidad en campaña; seguramente dentro del programa de crecimiento que los mandos tenían previsto y del cual nosotros no pasábamos de ser mero instrumento; laminas que, después de  ser enmarcadas, enseñaban siempre  que venían visitas de personalidades, militares o civiles, en que el cuartel –en ambos sentidos- se llenaba de estrellas.

 

De las láminas humorísticas conservo una, "confiscada" de entre las demás al abandonar el cuartel, meses después, sin que todavía hubieran sido colgadas en la pared; nunca he sabido si al final fueron expuestas.

 

Este era el ambiente en que nos movíamos el otoño del 75; mientras la emisora de Radio Cádiz nos martirizaba los oídos insistentemente con aquella cancioncilla castiza tan propia de: "con las bombas que tiran los fanfarrones, se hacen las gaditanas  tirabuzones..." Tan solo interrumpida por los partes oficiales de Radio Nacional donde se informaba de la precaria salud del Caudillo, en el mismo  tono con que el propio Franco nos hablaba de la pertinaz sequía para justificar su política de embalses.

 

"Las constantes vitales del Caudillo , dentro de la gravedad, siguen estables. Firmado: el equipo médico habitual", decían cada día de manera inevitablemente monótona los comunicados, referidos a aquel hombre que algunos habrían querido que fuera eterno y otros habían llegado a creer que lo era. Cuando menos tan eterno como lo que nos parecía a nosotros que nos quedaba de mili. Nos decían malévolamente los abuelos: "Tenéis que ver (estando todavía en el cuartel) a Heidi (la de la serie de dibujos animados que cada sábado veíamos en la tele) casada con Pedro y paseando a sus nietos".

 

Poder salir de maniobras suponía pues una distracción, yo diría casi una fiesta, pues, por incómodas que fueran las condiciones, no eran peores que cuando salíamos de acampada o vivac con los amigos; yo particularmente prefería estar caminando perdido por la montaña, donde la mayoría de estrellas pendan del cielo, que encerrado entre las paredes del cuartel, viéndolas lucir sobre los hombros de los oficiales.

 

La última semana de octubre, después de cargar todos los trastos de la sanidad en el remolque destinado a la enfermería, un convoy de camiones con el Batallón y los sanitarios incluidos, nos dirigimos al campamento de Facinas; un lugar absolutamente inhóspito y desangelado de la sierra de Tarifa. Situado en un altiplano ventoso, había sido campamento de la Legión, del que, entonces, si es que alguna vez había sido algo más, solo quedaban dos hileras de barracones semiderruidos, de paredes de tochana, tejado de uralita, puertas que no cerraban y ventanas con vidrios rotos; por supuesto no había muebles y debíamos dormir sobre el suelo en el lecho de paja que cada uno fuera capaz de proteger de la rapiña de sus compañeros.

 

En este lugar -el más lluvioso de la península debido al choque de corrientes atlánticas y mediterráneas- estaba previsto que pasáramos dos semanas trotando como cabras, los del batallón, mientras los sanitarios aguardábamos para recoger los pedazos. Lo que no nos ahorraba el tener que acompañarlos en las caminatas, arrastrando las camillas y los botiquines; la diferencia era que mientras ellos cavaban fosos de tirador, con unos zapapicos plegables más aparentes que eficaces, nosotros nos lo mirábamos. Exceptuando el tiempo en que aquel teniente, con una "pluma" más evidente que sus estrellas, nos obligaba a pasearlo encima de la litera como si se tratara de una vulgar faraona de varietés o una "drac quin" de cabaret.

 

De noche, alrededor del fuego, para estimular todavía más el espíritu de sacrificio y el ardor guerrero, corría la voz de como las UOE debían soportar entrenamientos mucho más duros, como el mítico cursillo de supervivencia, donde cada hombre, provisto tan solo de una bolsa de harina, debía sobrevivir y orientarse solo, unos cuantos días por la montaña; esto sí, bien aleccionado previamente por el casi legendario sargento Willy (un viejo sargento barbudo con más pinta de "hippie" que de militar, que lucia en su cinto, coqueto él, una pistola con cachas de nácar blanco) sobre como preparar y cocinar el lagarto para hacerlo comestible; habilidad que habría aprendido, probablemente, de los saharauís; ahora pienso si el mismo no seria también saharaui.

 

Cuando estas conversaciones amenazaban con quitarnos el apetito preferíamos pasar a escuchar las aventuras sexuales de los compañeros afortunados que tenían ocasión de disfrutarlas. Si entonces hablar de relaciones sexuales era todavía un tema tabú restringido a situaciones como aquella rodeada de secretismo y compadreo, el acceso a una relación sexual no es que fuera difícil...era milagrosa; a no ser, tal vez, que uno prefiriera circular... por el otro lado de la calle.

 

Había una diferencia sutil pero evidente entre aquellos que tenia acceso, ya fuera con la novia, ligue o relación pagada, y aquellos que no teníamos ninguna. Claro que el mínimo de pudor y respeto debido a la pareja oficial impedía que uno hiciera públicas sus actividades con la prometida, de modo que quien se llevaba toda la audiencia eran los pocos que podían presumir, contándolo con pelos y señales, sus aventuras, habituales o esporádicas, pero que no requerían compromiso. Algunas bastante inverosímiles, como la de quien, a falta de pan...explicaba como se lo montaba con una cabra, o las dificultades dignas del Kamasutra, para tirarse a la burra. Narraciones que, a parte de contribuir a quitarnos el frío, no tenían otra virtud que la de hacer todavía más evidentes nuestras carencias; en especial aquella que marcaba la diferencia entre el público, adolescente, y los actores, experimentados.

 

Entre aquella tropa, no carente de compañerismo, podría decirse que nos faltaba afecto... pero todavía más que alguien nos "hiciera un favor". Sin embargo esto no lo recetaban los médicos de la enfermería; de ser así ya habríamos encontrado la manera - igual que con las tarjetas del comedor- de aumentarnos la ración.

 

Y bien seguro que no seria en aquella desolación  -de no ser con una cabra- donde encontraríamos la cura de nuestro mal. Debía ser para quitarnos la calentura que nos sacaban de marcha nocturna,  y no del modo que nosotros hubiéramos querido, sino más bien como si nos sacasen a pastar, abrigados, aparte del chaquetón de campaña (la única prenda de vestir que se heredaba de los compañeros que nos habían precedido), los guantes y el tapabocas, con un blindaje de carajillo de coñac en el estómago a manera de combustible -medio litro en dos dosis fue mi récord una de esas noches-. La marcha no pasaba de ser una excursioncita nocturna, a oscuras, sin otra luz que la de los luceros, agrupados en patrullas siguiendo en fila india al "primero" quien tenia la brújula y el mapa; practicando el método de numerarnos a partir del último, cada vez que cruzábamos por una vereda con poca visibilidad y comprobar, al llegar la numeración al cabo, que las cuentas eran correctas y nadie se había despistado. No se que habría hecho el "primero" caso de no cuadrarle las cuentas. ¿nos hubiera hecho cantar la canción “ hi ha una ampolla dalt de la pared” (hay una botella sobre la pared), tal vez?.

 

A mi me parecía más un juego de pistas para adolescentes, o lo que ahora ha dado en llamarse deportes de aventura que lo que se supone que debería conocer un "marine" para enfrentarse a un hipotético enemigo en caso de conflicto bélico.

 

De hecho no nos enseñaban nada verdaderamente útil para sobrevivir de manera autónoma en condiciones precarias; nada que nos acercara al conocimiento del medio para sacar provecho y darnos seguridad y confianza en los propios recursos. Estábamos muy lejos de convertirnos en "Rambos", a esto, según se decía, tan solo las UEO se aproximaban un poquito.

 

Se trataba más bien de hacernos dependientes de las ordenes superiores, de quien administra los recursos; atentos como perros a las ordenes del dueño, para quien los entrenamientos tan solo son la comprobación del grado de obediencia de los subordinados.

 

Al perro, como el soldado, no le hace falta entender las motivaciones del dueño, tan solo debe obedecer. Así la fuerza disuasoria del ejercito se debe más a los desfiles, al retumbar de los carros de combate sobre las avenidas, al estampido de los cazas atravesando la barrera del sonido o las siluetas fálicas de los misiles, que no a la preparación de los soldados de leva.

 

Y es que el poder siempre ha confiado más en la tecnología que en sus hombres a la hora de defender los privilegios de las clases dominantes. Y, de aquella, suele escoger la que provoca mayor dependencia de la elite especializada, en contra de la que proporciona autonomía y libertad de decisión a las personas y al pueblo (¿No puede decirse lo mismo de las planificaciones económicas?). Por eso pienso que la verdadera función del ejército, con toda su parafernalia, va destinada a epatar de puertas a dentro; está destinada a disuadir cualquier intento de revuelta o disidencia, dentro del propio país, antes que a la defensa de las fronteras territoriales. Estas se defienden mucho mejor con tratados comerciales (entre los cuales el comercio de armamento es de primer orden), antes que por el despliegue de fuerzas, la verdadera potencia de las cuales es más conocida por los gobiernos de los pretendidos paises agresores que de los propios ciudadanos.

 

El ejército cumple -cumplía hasta hoy- la función de domesticar a los machos del territorio que domina, más que la defensa de este territorio de supuestas agresiones foráneas. Actitudes agresivas hacia el exterior que a menudo sirven para esconder las luchas interiores, o con uno mismo; como la que estaba librando, esta vez en solitario, contra la muerte, El Generalísimo; reflejada en el chiste que recorría el país de boca en boca: " El equipo médico que atiende al Caudillo... ha fallecido. Firmado: Francisco Franco".

 

Pura apariencia. Como fantasmas de otro tiempo, eran los descomunales cañones -casi un metro de calibre, los proyectiles debían ser transportados mediante vagonetas; el equivalente español de los cinematográficos cañones de Navarone- que desde la punta de Tarifa, a través del estrecho, apuntaban a Marruecos; cañones que tuvimos oportunidad de visitar los sanitarios, acompañando a un grupo de oficiales, en una visita "cultural" durante aquellos días en Facinas; cuando ya la "Marcha Verde" se encaminaba hacia el Sahara español y el Caudillo estaba de cháchara con La Parca. Con este motivo nos informaba un sargento artillero de como la fuerza destructiva de esos cañones podía llegar hasta cincuenta kilómetros al interior del territorio magrebí, en caso que debiera disuadirse al rey Hasan de la aventura colonial que acababa de emprender.

 

 Pero los comentarios del sargento serian las únicas andanadas que se dispararían desde aquellos cañones. A pesar de ser, sus palabras, el preludio de los acontecimientos que bien pronto, aparte de provocar la angustia de nuestros familiares, conducirían al cambio político del país como no había sucedido desde la guerra civil, ni ha vuelto repetirse desde entonces. Aquellos cañones, sin embargo, no tendrían nada que decir.

 

 

LA TRAVESIA

 

(I)

 

 

Día 31 de octubre de 1975.

 

De manera inesperada, al menos para nosotros, una semana antes de lo que era previsto, volvió el convoy de camiones a Facinas, para devolvernos al cuartel del TEAR. Comenzaba a correr la voz que nos embarcábamos hacia el Sahara para frenar la "Marcha Verde". Noticia que seria confirmada por los superiores al llegar a San Fernando, donde el cuartel era un hervidero de actividad y movimiento como nunca se había visto.

 

Teníamos el tiempo justo para salir aquella noche a llamar a la familia y confirmarles lo que ya sabían a través de los medios de información: ¡Nos embarcaban para África!.

 

Las connotaciones que esta frase tenia en el recuerdo, sobretodo de la gente mayor, evocadora de todo tipo de demonios del pasado, no podía ser nada estimulante. Ya había quien hablaba de desertar, algo que, en este caso, era una verdadera incongruencia, puesto que era justamente al desierto donde nos llevaban.

 

Día 1 de noviembre - Todos los Santos.

 

Todo el día lo pasaríamos cargando el material necesario en los camiones y remolques que debían venir con nosotros en aquella operación. De hecho ya hacia días que, quienes se habían quedado en el cuartel, mientras nosotros estábamos en Facinas, se dedicaban a vaciar de municiones los polvorines.

 

A cada soldado del batallón se le proporcionó un CETME nuevo -las culatas eran de madera amarilla aun sin oscurecer por el tacto- para sustituir a aquellos, tan cascados como escopetas de feria, que habían usado hasta entonces; aparte de cuatro cargadores llenos de balas y cuatro granadas de mano para cada uno. Huelga decir que el peso era considerable, lo que contribuía al convencimiento de que aquello iba de veras; Aun que, de hecho, apenas teníamos tiempo de pensar en ello, atareados como estábamos por los preparativos.

 

Por lo que respecta a la sanidad, quien sabe si por fidelidad a las convenciones de Ginebra, estábamos excluidos del dudoso privilegio metamórfico que convertía a cada hombre en un arsenal ambulante o máquina de matar.

 

Nuestras defensas eran mucho más simples, tenían más de magia que de estrategia bélica; se limitaban a un casco de color verde con la cruz roja sobre un disco blanco a cada lado, en lugar del reglamentario enfundado en tela de camuflaje del resto de la tropa.

 

Íbamos a la guerra tan solo protegidos por dos cruces rojas; un símbolo que no solo es una provocación para un enemigo musulmán, sino que nos convertía en perfectas dianas enfrente de cualquier tirador contrario. Era tener mucha fe en las convenciones, en una situación donde todas las convenciones han entrado en crisis. Habría sido lo mismo que si nos hubieran entregado un rosario o un escapulario de la Virgen del Carmen. La única ventaja era que nos ahorrábamos de cargar toda la chatarra que llevaban los demás.

 

Esa misa tarde, arrastrando cada uno su petate con todas las pertenencias, además del armamento, fuimos trasladados en autocar (lo que era todo un lujo, ya que normalmente nos trasladaban en camión) hasta el puerto de Cádiz, donde seríamos distribuidos entre diversos barcos de transporte de la Armada española, la mayor parte de la cual estaba anclada en ese puerto.

 

Nuestra unidad, la Agrupación de Apoyo Logístico, fuimos asignados al buque TA-11, de nombre Aragón; un transporte de la segunda guerra mundial comprado a los  americanos y restaurado tantas veces que las diversas capas de pintura restaban más de un dedo de grosor al espacio de paso de los pasadizos.

 

El embarque fue muy lento, pues alojar cerca de dos mil soldados en aquel laberinto de pasadizos, escaleras, cubiertas y literas, no era cosa fácil; esto sin contar con el resto de material pesado, como camiones, "jeeps", ambulancias, munición y armamento de todo tipo que debía amontonarse y amarrarse en las bodegas.

 

Aquello era todo lo contrario del Arca de Noé, destinada a preservar la vida de todas las especies. La nuestra era una nave repleta de elementos del mismo sexo, de una sola especie... camino del matadero.

 

Ni yo ni ninguno de mis compañeros más cercanos habíamos estado todavía ninguna vez en un buque de guerra, así que la novedad nos distraía de la angustia del momento. Debíamos aprendernos el nombre de cada sollado, que es como se conocen las distintas dependencias de un barco, para saber cual y donde estaba el espacio que nos correspondía como pasajeros. Conservando la tradición de la Armada americana los sollados se ordenaban de los niveles superiores a los inferiores, siguiendo el orden alfabético; así el primer nivel era el Alfa, el segundo Bravo, el tercero Charlie, el cuarto Delta, el quinto Eco y el sexto Foxtrot; este ya bajo la línea de flotación seria donde tendríamos temporalmente - bastante más tiempo del que en principio esperábamos nuestra residencia los componentes de la sanidad, entre muchos otros.

 

El sollado era un espacio sin luz natural ni más abertura que la escalera de salida que daba a los niveles superiores; el espacio de unos diez metros de eslora y diez de manga, por cuatro de altura, estaba lleno completamente de literas, con excepción del hueco imprescindible de pasillos así como la separación entre ellas. Las literas consistían en un marco de tubo metálico con una lona de hule negro tensada por cuerdas en todo su perímetro y sujetada por cada extremo a una cadena anclada en el suelo y el techo, que unía entre si los cinco niveles de literas superpuestas. El nicho de menos de dos metros cuadrados de superficie por sesenta centímetros de altura que quedaba entre una litera y la siguiente, era lo que cada pasajero podía considerar como espacio propio. En este agujero, junto con la persona, debía caber el petate lleno con toda la impedimenta personal, aparte del casco, fusil, cargador y granadas de aquellos que los tenían.

 

Después que, con no pocas dificultades, consiguieron entrarnos a todos, las luces se apagaron dejándonos únicamente la iluminación roja de zafarrancho, en estas condiciones recibimos ordenes de no movernos de los soldados hasta que la maniobra de zarpar del puerto hubiera finalizado y navegáramos por alta mar.

 

Vista la situación, aparte de dos diferencias importantes, diríase que viajábamos en las mismas condiciones de los esclavos negros camino de las Américas. Esto en cuanto a la tropa, puesto que la oficialidad naturalmente disponía de cabinas, sino individuales, compartidas por no más de dos o tres oficiales, situadas en las cubiertas superiores. La primera diferencia respecto a los esclavos era, obviamente, el armamento del que disponíamos: en cada sollado debía haber bastante pólvora como para volar el barco entero; un potencial del que eran más conscientes los oficiales que nosotros mismos; nosotros no pensaríamos en ello hasta percatarnos del cambio súbito en el trato que nos dispensaban dichos superiores. Acostumbrados hasta entonces al trato autoritario, a veces rayando el menosprecio y la vejación como cosa habitual; de pronto se volvió suave y amable, casi como de compadreo, atentos a nuestras necesidades como cabria esperar de una azafata de congresos o línea aérea. Exceptuando servicios sexuales, nos animaban a manifestar cualquier queja o falta que encontráramos en las condiciones del transporte o las raciones alimentárias.

 

Tal como nos dijo el capitán de la compañía de transportes - del TEAR, no de la naviera-, una de las pocas ocasiones en que se dignó bajar a las "catacumbas", con lo que la Infantería de Marina había desembolsado para pagar el transporte a la Armada, compensaba de sobra el gasto que pudiéramos hacer.

 

El caso era que, por muchas que fueran nuestras demandas, siempre quedarían muy lejos de lo que pudiera ser un pasaje turístico, por no decir ya de un crucero de lujo. Y es que, no nos engañemos, en la solicitud del capitán había más de concesión de últimas voluntades a unos condenados a muerte, que de verdadero ofrecimiento. Como prueba solo hace falta ver la que era la segunda condición, aquella que, si bien nos hacia diferentes de los esclavos, también marcaba la diferencia equidistante, en sentido contrario, con el pasaje de cualquier compañía regular. Me refiero a las letrinas.

 

Teníamos sobre los esclavos la ventaja que las letrinas no fueran el mismo catre donde estábamos, sino encadenados, confinados. Nosotros disponíamos de retretes. Un espacio de servicios donde hacer las necesidades higiénicas de forma compartida, a la vista de cualquier compañero.

 

Sin embargo no era la falta de intimidad el problema, a eso ya estábamos acostumbrados; una de las primeras cosas que un pelón aprende cuando llega al cuartel es que ya no volverá a tener intimidad, que todas sus necesidades, lavarse, comer, cagar o dormir -exceptuando el joder, que no tendrá ocasión- deberá hacerlas en público.

 

Lo que pasaba era que las letrinas de aquel buque de guerra eran un verdadero "santuario del arte moderno", digno de figurar en cualquiera de los museos más pomposos de la actualidad. El MACBA o el Guguenheim estarían orgullosos de poder lucirlo entre sus obras.

 

Aparte de asquerosas -como era de esperar con tanta humanidad haciendo uso-  se concertaba en ellas el esperpento de la España negra, el surrealismo daliniano y el conceptualismo más escatológico. Metálicas y pintadas de gris, las mamparas de las letrinas estaban cubiertas de tuberías, como el resto del buque, en todos sentidos, al estilo de los habitáculos futuristas de la película Brazil; tuberías de diversos calibres y colores, forradas, algunas, y pintadas, todas, con infinitas capas de pintura; eran las arterias conductoras de todo tipo de fluidos fríos o calientes, como se adivinaba por el vapor que desprendían; era el sistema circulatorio que mantenía viva aquella máquina infernal que nos transportaba en su vientre metálico. Vehículo conductor de exudaciones líquidas y vaporosas, muchas de las cuales confluían en las terminaciones capilares que la bestia tenia en las letrinas donde, a modo de jugos gástricos, se confundían con nuestros propios fluidos, ya fuera en las duchas, los lavabos o las letrinas, formando un todo orgánico imposible de separar, convirtiendo permanentemente aquel suelo metálico, sin capacidad de absorción, en una zona pantanosa, cubierta de líquidos oscilando al socaire del vaivén del bajel.

 

Separado de este suelo caldoso, alzado unos treinta centímetros, estaban las letrinas propiamente dichas: una especie de artesa metálica, en forma de media caña, de cincuenta centímetros de ancho, que se extendía de un extremo a otro de la sala, sirviendo de canal a un curso permanente de agua. Sobre este canal estaban ubicados los elementos destinados a hacer más confortable la defecación en posición sédente; consistía, cada asiento, en dos tablas paralelas cruzando perpendiculares el canal de agua, separadas unos quince centímetros entre si y con un rebaje semicircular entre ambas para completar la abertura necesaria a su función. Esta al menos era la idea teórica, dar soporte a la popa del usuario mientras hacia sus necesidades, siempre a la vista de los otros compañeros, sentados en sendos artilugios (unos diez), gemelos del descrito, dedicados igualmente a la misma labor de desocupación.

 

En la práctica, sin embargo, dada la poca higiene de estos elementos, todo el mundo era reacio a descansar sus posaderas en aquel sillón; la opción entonces era encaramarse en ellos; subirse de pie y después ponerse en cuclillas, para intentar hacer diana con el cañón, ciego, de popa. Como cabe suponer, teniendo en cuenta el movimiento del buque, ni el mejor tirador podía asegurar la diana, de modo que los restos de la andanada solían quedar estampadas a quemarropa sobre el asiento; imposibilitando, cada vez más, el uso de la instalación tal como había sido pensada. Incluso cuando la diana era perfecta, la onda expansiva que el proyectil levantaba sobre el agua, salpicaba de tal modo que el resultado era equivalente. La visión del "creador" a la vista del resultado no podía ser más ridícula y descorazonadora: allí, encaramado como una gallina en el ponedor, viendo pasar una y otra vez por debajo, balanceada por el vaivén de la corriente, su obra. Poco más o menos el mismo aspecto, para quien la viera desde el cielo, que debía ofrecer nuestra flota.

 

No obstante, el aspecto de la flota en formación, visto de cerca, tan pronto nos dejaron salir a la cubierta, era de epopeya épica. Incluso de noche y navegando completamente a oscuras, podía apreciarse la silueta negra, imponente, de los demás barcos, especialmente aquel que teníamos más cercano, el otro transporte de tropa, el Galicia, reconocible perfectamente por la plataforma para helicópteros que tenia en la parte de popa. (Recientemente tuve la oportunidad de visitar a su sucesor en el muelle de Barcelona, un soberbio castillo flotante de color gris, acabado de estrenar, que nada tenia que ver con su achacoso antecesor, aparte de la función de transporte de tropa. Un oficial me dijo que el viejo Aragón estaba a punto de entregar el testigo a un moderno sucesor que se estaba ultimando en los astilleros. Después he podido saber que el Aragón al que se refería era el sucesor de “nuestro” TA11 que ya fue desguazado en el año1982).

 

Nos acompañaban asímismo diversos destructores los cuales, por la proa y la popa, enfilados todos en dirección sur, nos daban escolta. Si se hubiera tenido que juzgar por aquella destartalada carraca en la que nos amontonábamos, nadie hubiera dicho que aquello era lo más lucido de la Armada española; el contrapunto, sin embargo, lo ofrecía el par de fragatas -la Cataluña y la Baleares, si no yerro- acabadas de salir de las dársenas con toda la sofisticación de la guerra moderna; las cuales veíamos recortarse, contra la última luz del día, sobre el horizonte. Una a babor y la otra a estribor, patrullaban alternativamente en ambos sentidos, a favor y en contra del sentido de la marcha del convoy, en medio del cual, como las crías del rebaño, nos habían colocado a nosotros los Infantes. Una precaución bastante irónica, si pensamos en la finalidad a la que nos destinaban. Tan solo el perfil de su quilla, afilada como un cuchillo, ya daba idea de su rapidez, lo que contrastaba con el torpe balanceo de nuestro buque, las aspas del cual observábamos absortos, asomados sobre la popa, contemplando como removían el agua, dejando una estela de espuma que se  ensanchaba y fundía mientras la íbamos dejando atrás.

 

Pero mucho más que la potencia de las máquinas, lo que nos impresionaba era la inmensidad infinita y aplastante de la nada que nos rodeaba, comprimiéndonos entre las dos rebanadas de un bocadillo del que nosotros éramos la anchoa: por un lado la abismal profundidad negra del mar que teníamos debajo y, por el otro, la todavía más aplastante profundidad de aquel cielo claveteado de estrellas, cada una de las cuales dejaba sin consideración la masa de agua sobre la que nos deslizábamos.

 

En medio de este espectáculo, hablar de barcos, armas de guerra, fuerzas, estrategias, mandos, personas... simplemente hablar, habría sido una profanación.

 

 

(II)

 

 

Después de pasar la noche mecidos por la mar podíamos volver a contemplar, ahora a la luz del día, como los dos azules -mar y cielo- se unían en la línea del horizonte talmente como si las fragatas fueran la corredera de la cremallera que los abrochaba; aparte de ésta no teníamos más ocupación que hacer cola para acceder a la cubierta que hacia las veces de comedor, antes de cada comida. Una ocupación tan banal como prolongada, puesto que el recinto que hacia de comedor, en un intento por aprovechar al máximo los espacios disponibles, había sido instalado en la segunda cubierta, justo encima de las compuertas abatibles de acceso a la bodega de carga de la cubierta inferior y debajo de las compuertas del superior que le servían de techo, resultado: siempre que las plumas montacargas debían sacar o meter algún material, las compuertas del techo y el suelo, con las mesas y banquetas incluidas, se plegaban hacia los lados y el comedor desaparecía convertido en un agujero abierto al cielo que atravesaba el buque hasta sus entrañas más intimas. Algo que, dada la gran cantidad de personal que debía alimentarse, en comparación al espacio disponible, coincidía a menudo con las horas del rancho, complicando, si cabe, todavía más ambas operaciones. La espera para acceder al comedor llenaba, pues, gran parte del día. Cada sollado tenia asignado un turno y puesto que, en principio, se seguía el orden alfabético, cuando los del Foxtrot acabábamos de desayunar, los del Alfa ya estaban de nuevo haciendo cola para el almuerzo. Ir destinado a la cocina de aquel buque, cuando llevaba pasaje, era realmente estar condenado a galeras. Allí nadie tenia la opción de buscarse otro restaurante; o hacías cola, o no comías.

 

Bastaron tan solo dos comidas en esas condiciones para que el Foxtrot, que desayunaba a las doce y almorzaba a las cuatro, presentara sus quejas al mismo capitán que nos había ofrecido las "últimas voluntades". Debido a sus gestiones a partir de entonces los turnos fueron rotativos: la cola seria la misma (la capacidad del comedor era solo de una quinta parte del personal  que cabía en cada uno de los sollados) pero, alterando el alfabeto, no seriamos siempre los últimos en papear.

 

Calculo que en cada sollado habría unos 250 hombres, de manera que, en total, entre los seis sollados y sin la dotación del barco, éramos 1500 hombres. Más una carga equivalente en el otro transporte, el Galicia, y los que no sabría decir de los otros barcos.

 

En medio de esa soledad inmensa del océano, probablemente aquellos barcos de transporte de tropa serian el espacio con más densidad de población del planeta. Más apretados que nosotros solo podían estar los ocupantes de una fosa común... o los pasajeros del metro en hora punta. Debe ser común en todas las crisis el hecho de provocar aglomeraciones.

 

En contra de toda lógica defensiva, los humanos nos amontonamos en los momentos de crisis. A diferencia de los bancos de peces o los rebaños que se dispersan al ser atacados, los humanos tendemos a aglomerarnos; en lugar de apostar por la dispersión que haría más difícil una presa o masacre colectiva. Característica de la especie, educación social  o fruto de la cultura, evidentemente ofensiva -puesto que se obtiene más fuerza de la concentración que de la dispersión- es aquello que nos empuja a convertir, también, en ofensivas nuestras huidas: por mucho que uno se cague de miedo, huye atacando: buscando la complicidad de los otros... cagados como él. Cosa que dice mucho de la nobleza del matador de toros -contradiciendo la tendencia de la especie- jugándosela en solitario... en lugar de mandar el toro a las gradas para que otros hagan el trabajo por él.

 

Tal vez las concentraciones masivas de las conurbaciones metropolitanas no sean otra cosa que una huida colectiva de la impervisibilidad de la naturaleza. El miedo a lo desconocido hace que nos acojamos a la norma, la que nos asegura el suministro permanente... a costa de encadenarnos al comedero.

 

Así podríamos seguir, ahora, enredándonos en disquisiciones filosóficas estériles, hasta intentar descubrir si hay diferencia entre onda o partícula... cosa que no haremos, pues equivaldría a ahogar nuestro momento de gloria. Aquel espectacular -infinito y fugaz- espacio de tiempo en que las piedras se deslizan y rebotan sobre el agua; cuando provocan el "FLACH" informativo que ocupa las páginas de los diarios y emisoras y consigue retener la atención de todo el mundo... antes de hundirse, nuevamente, en la nada: El tiempo que duró nuestra travesía del océano... observando disciplinadamente la cola del comedor, únicamente comparable al de la marcha del convoy.

 

Si bien calcular la velocidad de crucero careciendo de referencias espaciales era harto difícil, esta debía ser desesperadamente lenta, visto con que facilidad un superpetrolero, con la línea de flotación cercana a la cubierta, nos adelantó; pasó tan cerca de nuestro convoy que hubo de maniobrar para apartarse, seguramente avisado por el mando de la flota en este sentido.

 

El año siguiente tendría ocasión de hacer la misma travesía en un barco de línea regular; esta vez el  viaje duró 24 horas: salida de Cádiz por la mañana y llegada a Las Palmas la mañana siguiente. Nuestra travesía con la Armada, por contra, se prolongó tres días seguidos.

 

Una de dos, o aquellas máquinas eran auténticas carracas (las fragatas ya nos habían demostrado que no, pero no puedo asegurar lo mismo de los demás barcos), o la lentitud era premeditada, a la espera de nuevos acontecimientos.

 

Las estrategias del puente, a la tropa  no nos llegaban; pero cuando en la madrugada del cuarto día volvimos a ver tierra ya había corrido la voz que aquello eran la islas Canarias y no la costa de África donde, en principio, así lo creíamos, íbamos destinados. Hasta después de atracar en el muelle del Arsenal de la Marina de Las Palmas de Gran Canaria, no supimos que aquel perfil rocoso que veíamos desde el mar era el de La Isleta.

 

 

LAS PLAMAS

 

(I)

 

 

    Día 4 de noviembre de 1975

 

Una oleada de uniformes azules inundó aquel mediodía las calles de Las Palmas.

 

Será necesario sin embargo, antes de seguir con el relato y aunque sea de forma breve, contar cual era la situación que nos había llevado hasta allí; de la cual, en esos momentos, justamente debido a encontrarnos en el ojo del huracán, éramos nosotros quienes menos información teníamos.

 

El Generalísimo, Don Francisco Franco Bahamonde, "Caudillo de España por la gracia de Dios" -como estaba escrito en las monedas- desde hacia cuarenta años, venia agonizando, hacia días, en su lecho del Palacio del Pardo. Una agonía, según se dijo después, tan esperpéntica como la del más miserable de sus súbditos, muy apartada de la aureola de dignatario con que había querido rodearse.

 

Entre tanto, su gobierno, estaba negociando las condiciones de la independencia de la provincia española del Sahara. Un trozo de desierto de la costa africana situado enfrente de las islas Canarias. Rico en fosfatos y bancos de pesca, era el último vestigio del territorio colonial que quedaba de aquel imperio "donde nunca se ponía el sol" (tal vez por eso el último territorio era un desierto) después que en 1968 las también, hasta entonces, provincias de Fernando Poo y Guinea Ecuatorial accedieran a la independencia.

 

La provincia española del Sahara había sido durante muchos años la pesadilla de muchos españoles (aquí sí puede decirse con propiedad que eran legión) enviados allí a cumplir el servicio militar, muchos de ellos en represalia por sus actividades, reales o supuestas, en contra del régimen de la dictadura.

 

El Aaiún, la capital, y todo su territorio era la base de operaciones de La Legión al frente de la cual, el 18 de julio de 1936, el general Franco encabezó el "Alzamiento Nacional" o golpe de estado contra la república, que significaría el origen de la guerra civil, con la muerte de un millón de españoles y miles de exilados, seguida de cuarenta años de la dictadura de aquel hombre que, ahora, en gracia de Dios, o sin ella, agonizaba.

 

En 1966, el comité de descolonización de la ONU había planteado al estado español la posibilidad de descolonización del Sahara Occidental. Pero, a pesar de la aceptación formal de las resoluciones favorables a la autodeterminación, por parte de las autoridades españolas, estas siguieron reprimiendo los brotes nacionalistas dirigidos por el Frente Polisario.

 

Finalmente, bajo la presión de la guerrilla, en 1974 Madrid anunció un referéndum de autodeterminación para la primera mitad de 1975.

 

Entretanto, Marruecos y Mauritania (aliados ocasionales) planteaban sus propias reivindicaciones sobre el territorio español; las cuales, al verse frustradas por el tribunal de La Haya y la ONU, hicieron decidir al rey Hassan II de Marruecos, a tomar la iniciativa enviando la Marcha Verde, formada por 350.000 civiles y 25.000 soldados marroquíes, a ocupar el territorio del Sahara Occidental, reivindicando, al mismo tiempo, la soberanía sobre las plazas españolas de Ceuta y Melilla.

 

Esta trasgresión de las fronteras del, aun, territorio español, había sido el detonante de nuestra movilización; en una misión destinada a preservar la integridad territorial, sumándonos a las tropas con base permanente en el Sahara, como La Legión, o el cuerpo de Regulares. Así lo creíamos durante los tres días que duró la travesía. De hecho alguno de los barcos de nuestro convoy si se dirigió a la costa saharaui. Recientemente, gracias al anuncio publicado por la revista Pronto, he sabido que compañeros destinados a la Agrupación Canarias, fueron destacados al Sahara aquellos días y que otros, procedentes del TEAR, lo fueron en días anteriores a Ceuta Y Melilla.

 

Pero de todo eso, esa mañana del 4 de noviembre, ninguno de aquellos infantes vestidos de azul (el reglamento prescribía el uniforme de invierno para la península, mientras en Las Canarias todavía vestían de blanco) que llenábamos las calles de Las Palmas, no sabíamos nada.

 

Oficialmente no se podía salir del barco hasta la hora de paseo, a partir de las cinco de la tarde, después de acabar las actividades reglamentarias. Pero, dentro del barco, actividad no teníamos ninguna, fuera de los turnos de guardia en la enfermería para los sanitarios o algún servicio de cocina, comedor o guardia compartidos con los marineros y que lógicamente ocupaban solo a una minoría.

 

El disparo de salida, propiamente dicho, fue la cola del comedor. Los oficiales, viendo el alboroto habitual que provocaba, tuvieron la brillante idea -nunca se la agradeceremos bastante- de dejarnos salir francos de paseo antes del almuerzo. Cosa que implicaba, naturalmente, que deberíamos buscarnos la vida, pagando cada uno de su bolsillo, todas las comidas que hiciéramos fuera del barco.

 

Ese día, en la cocina del Aragón -supongo que también en los demás barcos- no deberían saber que hacer con las sobras (los peces del puerto debieron agradecerlo). Tan solo en el tiempo necesario para vestirse "de romano", la línea de flotación del barco se desplazó en razón de más de mil toneladas, el equivalente al total del peso de su pasaje, exceptuando tan solo a quienes estuvieran de servicio ese día. Fluctuación que, si bien no de manera tan drástica, se repetiría los días siguientes durante todo el tiempo que los buques estuvieron atracados en el muelle de Las Palmas; con el beneplácito de los mandos que algún rendimiento deberían sacar del ahorro no previsto por la intendencia.

 

Dada la inestabilidad política del momento, teníamos orden de pasarnos regularmente, cada hora, por el Arsenal de la Marina para enterarnos de si se había dado orden de embarque y debíamos salir para el Sahara. No creo que nadie cumpliera la orden: todos dábamos por supuesto que, llegado el caso, los "calimeros" (PN) ya se preocuparían de buscarnos. Búsqueda bien fácil, por otra parte, visto lo evidente de nuestros uniformes.

 

Tan disparados salimos de la base naval que en nada nos encontramos en el paseo de la playa de Las Canteras, al otro lado del istmo que une La Isleta y la zona portuaria de la capital, con el resto de la isla. Toda la tarde nos dedicamos a pasear por aquella zona turística, tomando el sol en las terrazas, viendo los escaparates de las tiendas hindúes y topándonos en cada esquina con otros compañeros tan desconocedores de aquella ciudad como nosotros. Así, gracias a "radio macuto", antes de las once, hora en que debíamos volver al barco para pernoctar, ya todos estábamos enterados de la noticia: "La Marcha Verde se retiraba. ¡Ya no iríamos al Sahara!". Lo que no sabíamos, ni nos importaba, era la causa; teníamos bastante con saber que, de momento al menos, ¡NO IVAMOS A LA GUERRA!.

 

Una noticia, no obstante, que otros compañeros no tenían el privilegio de disfrutar, como nosotros, sentados en la terraza de un bar de la playa de Las Canteras. Había quien, desde hacia días -meses, en muchos casos- vivían el conflicto “en vivo y en directo” en medio del desierto (tan solo a cien kilómetros de donde nosotros estábamos) habiendo de soportar, aparte de la dureza del clima, la tensón de un posible enfrentamiento. Uno de ellos era Francisco García Pérez, uno de los compañeros que respondió a mi llamada en la revista Pronto. Lo describe así en su carta:

 

"...yo soy del 4º (curso) del 75. Estuve en el CEIM, en la tercera compañía y después fui destinado al cuartel Manuel Lois de Gran Canaria, pertenecí a la 2ª sección de la UNIR (Unidad de Intervención Rápida), como tirador de 1ª clase, cosa que me jodió bastante, porqué cuando se montó la "romería" o "marcha del moco", como nosotros le dijimos a la "Marcha Verde" fui uno de los primeros que nombraron para ir, exactamente me nombraron en tercer lugar.

 

Salimos el 31 de octubre, 86 militares al mando de un capitán, creo que le llamaban Armas, a bordo del destructor Blas de Lezo, desembarcamos en un lugar que le llaman "La Güera". Estuvimos quince días, que por lo mal que lo pasamos quiero no olvidarlo. Al regreso, cuando vi que estabais en la base naval y algunos en el cuartel que yo estaba, me alegré bastante por vosotros, porqué sabia que no tendríais que pisar tierra saharaui.

 

Las peripecias que pasamos y la de anécdotas que tuvimos fueron bastantes para contar y no parar, por eso me gustaría encontrarme contigo y los demás..."

 

Acompañaba la carta con fotos donde se veían a él y sus compañeros, con la boca y  la nariz cubiertos con pañuelos, desenterrando cadáveres de ciudadanos españoles para repatriarlos a la península. Como tantas veces, el respeto a los muertos, suele prevalecer por encima del que se debe a los vivos.

 

Otro comunicante era Rafael Fernández Barco, todavía más "quemado" por la situación, según se deduje de sus palabras, era entonces cabo legionario en el 4º Tercio Sahariano Alejandro Farnesio:

 

"Amigo en armas:

 

Ante todo felicitarte por la iniciativa de haber promovido entre tus compañeros el recuerdo de una época que difícilmente podremos olvidar los que allí estuvimos. Aunque como ves no pertenezco al TEAR, si que estoy con vosotros y recuerdo la Cabeza de Playa  viéndoos con todo el equipo y la gran calor reinante del Sahara.

 

... yo estuve destacado en Fuerte Chacal, Edchez y después por el norte Hausa, Hagumia, etc. recorriendo el desierto, actualmente tengo amigos saharauís y hemos cambiado recuerdos y experiencias, quiero todavía mucho al Sahara y al pueblo saharaui gran pueblo.

 

De la Marcha Verde qué explicar, una gran putada para nosotros por lo menos, esperábamos una respuesta más militar contra el Hassan ese que ya está en la tumba..."

 

    Cada uno de aquellos miles de soldados que servían o fueron destacados entonces al Sahara podrían -seguro que lo hacen a quien quiera escucharlos- explicar como lo vivieron; tal vez sus versiones no coincidan, ni tampoco los sentimientos que en ellos despertó; pero, de una u otra manera, todos están tocados por la experiencia. El síndrome de Estocolmo que les provocó es evidente, pues, incluso quienes lo vivimos en segunda fila, igualmente quedamos marcados. No digamos ya los propios saharauís. Solo eso ya es suficiente para no olvidarlo, pero si acaso hiciera falta otro motivo: debido al interés para que olvidemos de aquellos que nos enviaron.

 

El recuerdo común, es lo único que nos queda a los afectados. Un recuerdo compartido por gente diversa, que la vida, en su complejidad -y los intereses de quienes mueven los hilos- hizo confluir  para después, como si nada hubiera pasado, volver a dispersar. Al menos quienes estuvimos, no podemos permitirnos olvidar. Si no queremos que nos quiten el pasado...  y nos obliguen a repetirlo.

 

Debe ser un signo de los tiempos que no ha tocado vivir, que se promocione la aventura de tipo consumista, como los llamados deportes de aventura o parques temáticos, en los que se prometen emociones y riesgos, eso sí, absolutamente controlados, pensados no solo para que uno se olvide de sus vivencias, de las situaciones en que es o ha sido protagonista, sino, todavía más importante, de la falta de protagonismo en su vida.

 

Nos distraen con espectáculos donde la mayoría paga, para que unos pocos actúen. De estas emociones pagadas, los medios de información -que no de comunicación- lo llaman "la realidad".

 

Y, la realidad, es que estamos demasiado ocupados (igual que el territorio saharaui), para escuchar la memoria que podría salvarnos del engaño. Estamos demasiado ocupados en previsiones de futuro -siguiendo el programa del espectáculo- como para recordar que el Sahara, veinticinco años después, sigue ocupado: que el pueblo saharaui desfallece en el exilio porqué el gobierno español lo abandonó a su suerte.

 

Una vez más se demuestra que el poder es más propenso a utilizar la fuerza para reprimir al pueblo que para defenderlo (claro que yo, parodiando a Groucho Marx, tampoco me fiaría de un ejercito que quiera tenerme a mi entre sus filas). Ahora veremos si es diferente con un ejercito pagado, por decirlo en palabras del poeta J.V. Foix : "si medio queso es diferente de la otra mitad”.

 

El día 7, el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, todavía fue de visita al Aaiún, en un intento de transmitir tranquilidad y esperanza a la población saharaui. Una victoria de la simulación. Mientras, a los soldados saharauís del ejercito español se les ordenaba entregar las armas y las ciudades eran rodeadas de alambre espinoso para evitar que la población saliera para sumarse al Frente Polisario.

 

Una semana más tarde, el día 14, se firmaban en Madrid los acuerdos tripartitos, por los cuales el gobierno español (presionado por los Estados Unidos y con el silencio de la ONU) cedía a Marruecos y Mauritania -excluyendo al Frente Polisario- el territorio del Sahara, hasta entonces provincia española. ¿Y todavía nos permitimos decir que los moros son traidores?.

 

Se aplicaba la norma del circo: "A pesar de todo, el espectáculo debe continuar". No fuera el caso que una silla vacía evidenciara que algún culo ha quedado al descubierto.

 

En esta opereta a los militares se nos había adjudicado el papel de comparsa; la vistosidad de los uniformes tan solo había servido para desviar la mirada de los juegos de manos que se producían detrás del telón. Más que la última acción del franquismo, aquella podía considerarse la primera de la democracia. Era la primera muestra que el país incorporaba la metodología bélica moderna: la guerra deja de ser una campaña artesanal al pié del cañón, para volverse virtual, donde las batallas se ganan o pierden sobre el parquet bursátil.

 

La guerra -aquello que siempre ha impulsado el progreso- deviene, en los piases progresados, mucho más higiénica, limpia. Es tan "pulida" que se confunde con la paz; la llaman "competitividad". Se hace mediante cifras sobre papel y pantallas de ordenadores (una palabra ´ordenador´ por la que transpira todavía incólume el oficio de las jerarquías militares); lo que no evita sufrimientos a los afectados, ni tampoco deja de ser por ello igual o más criminal que las guerras artesanas; no ahorra tampoco las "estrategias ganaderas" - las deportaciones masivas, desenraizamiento, destrucción, hambre, miseria, enfermedades y muerte- las pestes que siempre han acompañado a las guerras. La diferencia es que, aquel que lanza la piedra, no enseña la mano... ni la cara; pero, sobretodo, está lo bastante lejos para no tener que ver la cara de las víctimas.

 

Dentro de este contexto, de miedo e impotencia impuesta por el determinismo inhumano de los negocios del poder (tan aireado por los medios de información), no debería extrañarnos la reacción de tantos desheredados deseosos de ser protagonistas de sus vidas, del único modo que les queda: la violencia. La violencia creciente de aquellos jóvenes a quienes les da tanto miedo vivir -les duele tanto la vida- que se les hace insoportable. Y entonces arremeten contra ella -la propia y la ajena- erigiéndose en redentores con tal de aligerarla. La incapacidad de afrontar la vida, tal como les ha sido dada (falta de perspectivas o con perspectivas tan poco seductoras de las cuales no se sienten participes) , lleva a unos a dimitir de la propia huyendo de ella mediante anorexias y toxicómanas; y a otros, incapaces de asumir la frustración, ante circunstancias que no pueden controlar, arremeten violentamente contra quienes les rodean culpabilizándolos de su miedo ante la (a pesar de la normativa) imprevisibilidad de la vida.

 

Hay guerras no declaradas.

 

Pero los acontecimientos de aquella guerra que, a mi, me dejarían las cicatrices por donde manan las palabras de este libro, no las encontrareis en las hemerotecas ni cuentan en ningún registro mercantil.

 

 

(II)

 

 

 Continuaba el espectáculo. Ahora reconvertidos -por arte de birlibirloque- de aguerrida tropa, en turistas uniformados. De un día para otro habíamos pasado de fuerza acorazada a una versión talludita, pero igualmente inofensiva, de los Pequeños Cantores de Viena.

 

Con las armas confinada en el barco era el momento de dedicarnos a actividades más placenteras.

 

El segundo día en Las Palmas, nuestro compañero de sanidad Antonio Donaire, un sevillano cargado de salero, llegó al barco con la noticia que había conocido a unas chicas ya habían quedado de nuevo en volver a encontrarse al día siguiente. A Diego, Bernabé y yo nos faltó tiempo para apuntarnos.

 

El encuentro con Loli, Pino y Paqui fue a media tarde. A las diez, de vuelta al Aragón, yo iba herido... tocado, irremisiblemente, por las flechas de Cupido.

 

    Primera quincena de julio de 1976

 

La travesía de Cádiz a Las Palmas en el buque de la Trasmediterránea, compartiendo una cabina con una familia francesa, había sido incomparablemente más  cómoda y rápida que la anterior en el Aragón.

 

Esta vez pude ver desde la cubierta la entrada al muelle de Las Palmas, donde ya me esperaban Paqui y Loli. Unos pasajeros gomeros intercambiaban saludos con sus familiares del muelle mediante el lenguaje del "silbo" mientras nosotros únicamente podíamos hacerlo levantando la mano.

 

Paqui y yo habíamos estado carteándonos durante todo ese año. Nos habíamos visto solo tres o cuatro veces durante aquellos días de noviembre destacados en Las Palmas dedicados, tropa y oficialidad, a llenar de mercancías libres de aduana, todos los rincones del barco. Los sanitarios, esquivando los controles de registro que los mandos habían colocado al final de la pasarela de entrada, habíamos rellenado con el pequeño botín de cada uno, nuestra querida y vieja ambulancia; un furgón de la guerra del catorce, mucho más útil y abrigada a la hora de hacer la siesta, que los "Jeep" con techo de lona y abiertos por detrás. Mi adquisición, un radiocasete, me ha acompañado hasta hace bien poco durante mis horas de trabajo.

 

Ver escaparates por la mañana y pasear con Paqui y sus amigas por la tarde, había sido nuestra única ocupación, hasta el día que, para entretenernos algo más o, quien sabe, si para librar a la ciudad de la tropa (el barrio de prostitución, a pesar de las advertencias sanitarias del alférez médico, no daba abasto y cruzar la pasarela del barco cada noche camino de la litera era, para muchos, una dificultad insuperable, que sin el apuntalamiento mutuo y la ayuda de los centinelas hubiera acabado en remojón en las aguas del puerto; las vomitonas etílicas de los fines de semana en la enfermería aquí estaban en la orden del día) decidieron enviarnos de maniobras.

 

El día 19 de noviembre del 75 estábamos camino de Fuerteventura, donde era previsto realizar un desembarco al día siguiente. Además del despliegue de buques de la Armada, las visitas rasantes y ensordecedoras, rozando los palos, de los aviones de caza españoles, contribuyan a la ambientación convincente de un decorado bélico; solo faltaban los cañonazos. Ese día la mar estaba tan movida que tuve que pasarme más tiempo en la cubierta intentando distraer el vómito, que en la enfermería donde estaba de servicio repartiendo pastillas contra el mareo.

 

De noche el mar se había calmado absolutamente. Atracados frente a la costa, la puesta de sol de ese crepúsculo nunca podré olvidarla: el sol como una yema de huevo rojo incandescente, hundiéndose, seccionado pedazo a pedazo, por un horizonte afilado como una navaja, hasta desaparecer del todo dejando paso a una noche estrellada; mientras, a la luz de los reflectores, unos oficiales lanzaran el anzuelo, esperando pescar una cena más fresca que el rancho.

 

Inesperadamente Don Ángel hizo que me vinieran a buscar. Me presenté en su camarote donde estaba también Don Francisco, el capitán médico junto con otros oficiales; aquello parecían los preparativos de un consejo de guerra, pues no entendía que podían querer de mi en aquellas horas de inactividad, justo antes de un desembarco. El caso era que ellos, tan poco acostumbrados a compartir las veladas con los soldados como nosotros con ellos, se aburrían y pensaron que seria un buen momento para que intentara hacerles un retrato, me dijeron. En aquella situación, ante gente con galones sobre el hombro, de modo que uno nunca acaba de tener claro si le están dando una orden o le piden un favor, no podía negarme; fui a buscar las herramientas de dibujo a la litera y me puse manos a la obra, habiendo de aguantar la coña del capitán al darse cuenta que yo acababa de peinarme antes de entrar de nuevo en el camarote, muestra evidente que mi cráneo comenzaba a rehacerse de la poda reglamentaria. Hice un retrato del capitán y otro de Don Ángel, este me quedó mejor, tal vez porqué también había más confianza; meses después tuve que hacerle otro, cuando me dijo que el anterior lo había perdido, era del tipo descuidado Don Ángel, sin embargo esto lo hacia bastante más agradable de lo que se esperaba de un militar.

 

Aquella noche estábamos, pues, de picnic en alta mar, dedicados al "doce far niente" a la espera de la hora prevista para el desembarco: las seis de la madrugada. Debería ser mi bautismo marino, llegando a la playa en una de aquellas barcazas grises que colgaban sobre la cubierta con el TA -11 blanco pintado a los costados.

 

 

20-N

 

 

A las ocho de la mañana todavía no había sonado la diana. Nos íbamos despertando y nadie sabia que había pasado. Algo más tarde, por los altavoces, nos dieron la noticia: EL GENERALÍSIMO, HABIA MUERTO.

 

Aquella era una baja esperada desde hacia días -para algunos más de cuarenta años, algo que de no ser tan terrible incluso podía ser motivo de broma- son embargo nos cogió de improviso.

 

Toda la vida había oído expresar el temor, de unos, y el deseo, de otros, de qué pasaría en España cuando muriera el General Franco, y ahora a nosotros nos cogía vestidos de soldado, literalmente "amb els pixats al ventre" (con los meados en el vientre).

 

De momento el único cambio era que nos ahorrábamos el desembarco. Volvíamos a Las Palmas.

 

Esa tarde volvimos a salir, por última vez ("Juan Carlos de paseo", reconversión irónica, inevitable y fácil, de la reglamentaria denominación) "francos de paseo", por las calles de Las Palmas y, también, a despedirnos de nuestras amigas. La flota levaba anclas al día siguiente después de una misa en el muelle "por el eterno descanso del Generalísimo".

 

Yo estaba hecho polvo. De haber pensado alguna vez en desertar, ese habría sido el momento.

 

Mis compañeros tenían novia en la península pero a mi -fuera de la familia- no me esperaba nadie.

 

Me pregunto que habría pasado si Franco hubiese vivido más tiempo.

  

 Aquel verano del 76, gracias a algún dinerillo ahorrado de los sueldos ganados en los permisos anteriores, en lugar de montarme en el "catalán" en dirección norte, compré en Cádiz un pasaje para Canarias en un buque de la Trasmediterránea. Los beneficios no me alcanzaban para pagar un billete de avión, tal como había hecho en el permiso de Navidad, con lo que me quedó de las quince mil pesetas (un capital entonces) que me había hecho enviar por la familia a Las Palmas con la intención de comprarme una cámara de fotos que, al final, fue substituida por el aparato radio cassette mucho más barato.

 

 De vuelta a San Fernando, después de la Marcha Verde (nunca he sabido porqué los llamaban a ellos la Marcha Verde, cuando éramos nosotros quienes vestíamos de verde), la rutina tan solo quedaba truncada por el incremento de la vigilancia provocada por los cambios de gobierno: la dimisión de Arias Navarro, la coronación del Rey, el nuevo gobierno de Don Adolfo Suárez. Cuanta más inestabilidad más patrullas alrededor del cuartel; las guardias se hacían con el cargador lleno, pero, eso sí, de nuevo con los antiguos CETMES de "antes de la guerra"; los nuevos volvían a estar guardados en el polvorín.

 

Yo guardias, con arma, nunca las había hecho, pero esa Navidad las hice todas; todas las que haría en un año y medio de mili, se concentraron en esos vente días de fiestas antes de fin de año. Para tranquilizar a la tropa dieron permisos de quince días a todos, repartidos en dos turnos. A mi me tocó el segundo; de modo que para suplir a los efectivos que estaban de vacaciones, los sanitarios tuvimos que compartir las guardias con los compañeros del campamento donde dormíamos.

 

Veinte días, diez guardias; día sí, día no, como si estuviéramos de verdad en guerra. Incluso conseguí que el alférez médico me dispensara de utilizar botas de campaña por un pequeño roce en el tobillo, esperando que ello me libraría de hacer la guardia, pero ni por esas. Debo ser uno de los pocos soldados que ha hecho la guardia con las botas de paseo y el traje de campaña.

 

Incluso el día que comenzaba mi permiso estaba de guardia. Para poder coger el Talgo al día siguiente tuve que acosar al teniente de guardia -un mayor teniente, un abuelo gallego y bonachón- despertándolo de madrugada para que me dejara marchar antes del cambio de guardia. ¡Vete a tomar pol culo !,  fueron sus únicas palabras, que yo interpreté de conformidad.

 

La única manera de no perder tiempo atravesando la península era subirme en un avión nada más llegar con el Talgo a Sevilla. De Sevilla a Madrid, media hora.  En Barajas, un bedel del autobús que nos trasladaba de una terminal a otra, viéndome uniformado, dedujo que yo iba para el puente aéreo a Barcelona en lugar de la terminal internacional, donde ya me bajaba del autobús; todavía recuerdo que me llamó "caballero marino" al avisarme de mi error.

 

Al mediodía estaba en casa después que el conductor del taxi al que subí en El Prat me convenciera para dejarme llevar directamente a casa, en lugar de acercarme solamente a la estación del tren. Total ya no venia del precio del taxi después de lo que llevaba gastado.

 

Llegaba de este modo a casa, por primera vez después de la Marcha Verde, a la misma hora que si hubiera subido al tren correo con mis compañeros el día anterior.

 

En todo este tiempo solo el intercambio de  cartas con mi "novia de guerra" habían servido para mitigar el encarcelamiento del cuartel y lo que debería ser la rutina, ya sin cambios imprevistos, del resto de meses que me quedaban por vivir allí.

 

En el verano del 76, cuando todavía nos quedaban tres meses de mili, pude volver a ver a Paqui, tan bonita como la recordaba , más que en las fotos que me había mandado, igual como la recuerdo todavía, después de veinticinco años.

 

Contrastando con la belleza rubia de su amiga Loli, hija de un militar o funcionario de Cartagena, ella era canaria de pies a cabeza. El pelo ondulado de un negro infinito cayéndole sobre la espalda; piel morena que concentraba todo el calor de las lavas volcánicas; cara redonda de luna de verano, nariz ancha y achatada de reminiscencias africanas, boca grande de labios sensuales siempre sonrientes, ojos negros ligeramente achinados, de mirada profunda, directa, insondable como los cráteres de los volcanes, tan solo matizada por el sonido cálido, aterciopelado del acento de las islas, tan suave y acariciador como el dibujo y tacto de aquellas manos de sus diecinueve años: suave y peligroso, como la arena del desierto y la espuma del agua.

 

Quince días estuve conviviendo con su familia. La madre Doña Paquita se deshacía en atenciones y ambos, padre y madre, me trataban como si fuera su hijo. (Por qué será que siempre me ha costado menos enamorar a las madres que a las hijas?) Compartí con ellos el gofio de su mesa y el acogimiento de su hogar, descubriendo hasta que punto puede ser acogedora la gente de las islas. Nunca he encontrado otro lugar con gente más cariñosa, alegre, abierta y generosa ofreciendo todo lo que tienen, a un recién llegado como yo. Difícilmente me he vuelto a sentir tan aceptado en un grupo humano, así de entrada.

 

La hermana de  Paqui, Marisa, y su compañero, José, me presentaron a sus amigos como si fuera de la familia, llevándome a todas las fiestas y cantadas, que allí son habituales solo que se junten cuatro.

 

¿Te gusta Paqui?,  me preguntó Marisa un día paseando por la playa. La respuesta era obvia, pero debía formularse; tan evidente como que mi magro discurso y escasez de palabras no era capaz de atravesar la exuberante barrera de coral del corazón de su hermana.

 

Con ellos visité la isla: Arucas, Galdar, la caldera de Bandama, los acantilados de Agaete, El Dedo de Dios... nombres tan seductores como los lugares que designan. Demasiado seductores para competir con ellos desde el frío norte peninsular. Solo podía intentar olvidarla. Obviamente todavía no lo he conseguido, sino el borboteo de aquella sangre nunca habría llegado a hacerse tinta y cuajar entre las páginas de este libro.

 

Y es que los límites de uno no acaban donde su piel; uno se extiende en aquello que toca y lo toca.

 

Yo estoy tocado por las Canarias.

 

                                     Sant Hilari, 1 de febrero del 2000

 

 

EPÍLOGO

 

 

El resto del tiempo, de aquel doble embarazo de dieciocho meses pasados en la milicia no merece dedicarle más tiempo del que ya le dediqué entonces obligado por la autoridad. Y es que tampoco había nada más -aparte de lo contado- que rompiera la rutina prevista y sea digno de mención. Nada que fuera diferente de lo que a tantos otros les tocó vivir en otras épocas o cuarteles. La losa de aquella condena a la rutina, un día tras otro, parecía no tener fin, así todavía años después hacía que me despertara de noche temblando al soñar que aún seguía en el cuartel. El lector no merece ese castigo.

 

Sin embargo, de la misma manera que esto no merece ser contado, todo lo que he escrito no quisiera olvidarlo. He querido contar los ratos vividos; básicamente aquello no previsto por las ordenanzas; aquellas particularidades que se salían de la norma general. O la transgredíamos nosotros; como aquel día que en el coche de un compañero, aprovechando el impás por aquella tierra de nadie que era el espacio entre el cuartel y los campamentos, nos fugamos para, una vez abandonado el uniforme, llegarnos hasta Algeciras y pasar la mañana en la playa, una de aquellas playas  inacabables que hay entre Conil y Veger de la Frontera, vírgenes e indómitas entonces, como lo éramos nosotros. Y, sin embargo, fue en estas mismas costas, frente a Granada, camino de las maniobras de Almería, donde pude contemplar un mar liso igual que un espejo, como nunca lo he vuelto a ver.

 

Inconscientes entonces, pero disfrutándolo en la practica, que la vida es aquello que ocurre en el terreno de nadie que queda entre las previsiones de la autoridad y el interés de las finanzas. Fue durante aquel viaje a Algeciras que Félix, el conductor, uno de aquellos profesionales del ligue, si debíamos hacer caso de las proezas que contaba, me preguntó (tal vez con la esperanza de extender su territorio de caza hasta el norte peninsular) como se decía "te quiero" en catalán; no puedo olvidar como le pareció de descafeinado el "t´estimo" de la respuesta. El lenguaje implica carácter. Y el discurso militar tampoco escapa a este acondicionamiento.

 

Lo que querían inculcarnos en el cuartel era el ideal del orden: "Todo lo que no es obligatorio esta prohibido". La libertad consiste en encontrarle las grietas. Ahora, para que no le veamos las hendiduras, pretenden solapar los conceptos y hacernos  creer que "derecho" y "obligación" pueden ser compatibles y aplicarse simultáneamente sobre una misma cosa; siendo conceptos que se excluyen mutuamente. ¿Cómo puede ser -pongo por ejemplo- que la enseñanza, "un derecho" -en cuanto deseable- sea, al tiempo, "obligatoria"?.

 

Pero ahora sabemos (con el saber que da la edad, pero que tan solo sirve para lamentar los ratos perdidos en la búsqueda de la seguridad) que hay todo un mundo de posibilidades impensadas por descubrir -tan vírgenes e indómitas como las playas del estrecho (nunca mejor dicho, a la vista del coladero en el que se han convertido)- en las fisuras que el poder no controla: que todo es posible, en tanto lo que está escrito -previsto por las ordenanzas-, la muerte de cada uno, no se cumpla.

 

Y es que la vida no puede ser administrada, se derrama a borbotones sin ceñirse a previsiones ni intereses. De lo que se ocupa el poder es de administrar la muerte; regulándola, dosificándola y prescribiéndola; estrangulando -como una llave de paso- la vitalidad imprevisible que brota a través de la gente, si no es que la formación impuesta, a cada uno, no alcance por sí misma a regularla del todo.

 

En el mundo desarrollado, el camino de la seguridad nos ha llevado a un erial desprovisto de vida, donde la sola cosa que se recorta sobre el horizonte son los mojones, señales o avisos de referencia; todo lo que podamos descubrir de atractivo entre mojón y mojón capaz de despertarnos la atención o el deseo, queda borrado por la obligación de cumplir con los plazos previamente impuestos. La competencia, la idea -previa- de aquello que se busca, impide disfrutar de lo que uno pueda encontrar. "El precio del bollo, le amarga al bollo su sabor".

 

La desgana de la abundancia, de un mundo harto de productos, pero todavía más de información -de cosas sabidas-, queda bien reflejada en los anzuelos que utiliza para seguir vendiendo. Que en las pasarelas de la moda de los piases ricos las tallas de las modelos sean decrecientes, dice mucho de la desgana y escasa vitalidad de los clientes potenciales, incapaces de ser tentados si no es por una "presa" de apariencia agónica, más debilitada que ellos.

 

Solo aquellos que salen de la seguridad -mortalmente aburrida-  de la abundancia, para reencontrarse con el aire fresco de la imprevisión, el hambre y el deseo de los territorios "salvajes" (la miseria de los cuales, no lo olvidemos, también es fruto de la previsión de los poderosos), son capaces de recobrar la vitalidad perdida, injertados del deseo de quienes no tienen nada -ni siquiera su vida- y no obstante comparten generosamente.

 

Tan solo por esta razón las ONG cumplen una función revitalizadora, de nuestra sociedad,  tal vez más que de los lugares que pretenden ayudar.

 

Una deserción, un paseo por la tierra de nadie, apartados temporalmente de la seguridad, de las previsiones, de los hitos establecidos, de las hipotecas (como el niño enfermizo de la ciudad que es enviado a pasar una temporada en la montaña) forzosamente ha de ser saludable. Para esta función -el conocimiento de otras gentes, otros territorios, otras realidades diferentes de la propia- podía haber sido útil el servicio militar... de no haber sido siempre lo contrario: un enclaustramiento sin estímulos, embrutecedor, entre dos fechas establecidas; destinado a combatir todo aquello considerado diferente, a apaciguar posibles rebeldías o genios personales, uniformándolos; cosa, por otra parte, en la que se han revelado bastante más eficaces los medios de (in)formación actuales, haciendo a la mili innecesaria.

 

Suficiente para no olvidarlo.

 

 

P.D.

   

El día 2 de noviembre del 2000 pude asistir, entre otros invitados, exsoldados de diferentes cuerpos del ejercito, al programa de Catalunya Ràdio dirigido por Antoni Bassas, para hablar de lo que había sido para nosotros la Marcha Verde.

 

A mediados de abril del 2001, intentando llamar a mis amigos de Canarias, marqué por error el número de teléfono de Antonio Donaire Moreno, a través del cual había intentado comunicarme con él en diversas ocasiones sin obtener respuesta. Esta vez la obtuve. Pude hablar con su padre, quien me informó de la muerte de Antonio acaecida, hace ya once años, a causa de un accidente de circulación.

 

¡Hay guerras no declaradas!

  

 En el verano de 2004 pude volver, por fin, a Canarias y reencontrarme de nuevo con mis amigos, a los que no había visto en 28 años.