Aventura-2 Aventura-4

Enero-2002

Aventura-3: LAS PROVISIONES

Continuamos:

Los destacamentos estaban previstos para un mes, excepto para el farero que era de dos meses, por lo que los víveres se proveían en consecuencia. Otros artículos, como tabaco, jabón, dentífrico, etc., se los había procurado cada cual, también pensando en un tiempo similar.

Algunos alimentos esenciales como la harina, arroz, garbanzos, aceite, leche, café, azúcar, ..., se agotaron antes de transcurrido un mes, debido, por un lado, al naufragio sufrido en el desembarco, donde se perdieron provisiones que no se repusieron totalmente, y por otro lado, a que al destacamento anterior lo relevamos casi con un mes de retraso, por lo que acabaron con todas las reservas comestibles que había en la isla.

Enseguida nos percatamos de que las provisiones eran insuficientes, sobre todo si se retrasaba nuestro relevo, como ocurrió en casi un mes. Dimos la voz de alarma y después de unos días arreglando el generador, se transmitió por radio la situación a la comandancia de Málaga. Tardaron como una semana en mandar un helicóptero que, seguro que al ver nuestras pintas, casi sin tomar tierra, dejó caer unos cuantos sacos de víveres, que finalmente también resultaron ser insuficientes.

La realidad es que durante bastante tiempo casi comíamos lo que podíamos conseguir del mar. En los raros días de relativa calma, utilizábamos un pequeño bote de remos para ir de pesca con tres anzuelos y sedal que encontramos en el taller; cogíamos sobre todo unos pequeños peces con rayas amarillas y muchas espinas, que llamaban vaquillas. Desgraciadamente los anzuelos los perdimos muy rápidamente, enganchados en el fondo por culpa de algún manitas.

Una hermosa mañana, vimos como un yate, de considerables dimensiones y bandera francesa, se aproximaba demasiado a la isla. El sargento nos mandó formar armados al pié del mástil e izamos la bandera. Les gritó advirtiendo que no se acercaran más o abriríamos fuego contra ellos. El yate paró y echó el ancla a una distancia al límite de lo permitido. Finalmente, el sargento ordenó romper filas y los dejamos en paz.

A media mañana vimos como dos o tres personas se sumergían con equipos de buceo, con botellas ¡y fusiles!. El sargento comenzó a amenazarles y al comprobar que no hacían ni caso, me señaló a mí y a otros tres soldados y nos dijo que le siguiéramos con el arma cargada. Bajamos a la playa de levante y embarcamos dos soldados y el sargento en nuestro pequeño bote, enfilando la proa hacia el barco.

Advertidos de nuestra presencia, los buceadores habían subido a bordo y nos estaban esperando. Cuando llegamos al yate, nos invitaron a subir a lo que el sargento se negó, soltando improperios, pistola en mano, por practicar la pesca submarina, además con botellas, en aguas españolas y en zona militar. Los franchutes se disculpaban y decían no entender nada. Una señora se acercó y chapurreando español nos dijo que ellos no querían pescar, que los fusiles los llevaban para defenderse de algún predador que apareciera; que ellos solo querían hacer un reportaje fotográfico, y nos enseñaban unas cámaras. El sargento tuvo unos instantes de titubeo y ese fue el momento que aprovecharon para ofrecernos un cartón de tabaco Camel, dos botellas de vino y media docena de latas de conservas. Inmediatamente cogimos los regalos y, después de advertirles muy dignos que les estaríamos vigilando, nos volvimos a la isla. De camino aquel gilipuertas del sargento se pavoneaba diciéndonos: "¿Habéis visto como los he acojonado? ¡Es que un soldado español impone de la hostia!".

De aquel soborno nunca más supimos. Este sargento, además de egoísta y de hacer su vida aparte (solo le vimos en contadas ocasiones), era un perfecto cabronazo.

Durante la marea baja, si el estado del mar lo permitía, recogíamos lapas, caracolas y pequeños pulpos entre los huecos de las aguas someras. Los poníamos directamente al fuego o la plancha de la cocina con un poco de sal y los comíamos con gusto, en ocasiones era casi único alimento del día.

Una noche, alguien juró haber visto la silueta de un conejo merodeando por el faro. El farero nos descubrió que hacía algunos meses su compañero había traído a la isla dos parejas de conejos, que ellos se ocupaban de alimentar con pienso y de que no faltara nunca un poco de agua para ellos, en una pequeña concavidad que había junto al brocal del aljibe del agua potable.

Ahora, cuando lo pienso, me da una pena tremenda, pero entonces en aquellas circunstancias... Un compañero, pescador de Barbate, fue el encargado de cazarlos uno a uno, bien con trampas en sus madrigueras o acechando a los pobres conejos que se acercaban a beber. Por la noche los esperaba sentado en el brocal del aljibe, justo encima del charco de agua; un rápido golpe con la culata del fusil, que dejaba caer sobre el pobre animal, era suficiente.

La noche en que se conseguía alguno, nos reuníamos, silenciosamente, de madrugada en la cocina los ocho soldados y el cabo, donde clandestinamente lo freíamos y devorábamos en alegre complicidad.

Estas circunstancias de penuria de alimentos, parecían no afectarles ni al sargento ni al farero ni a los dos albañiles. Comían aparte y nadie sabia cuanto ni qué. Seguro que disponían de todo lo que les viniera en gana. Nunca lo supimos.

Por esto, una forma de conseguir comida era siendo sparring del sargento. Acababa de terminar un curso de yudo y, para seguir practicando, de vez en cuando bajaba al anochecer y pedía un voluntario para hacer de contrincante, ofreciendo a cambio una suculenta cena (por ejemplo un par de huevos fritos con chorizo y dos sardinas en aceite). Siempre encontraba algún desesperado que aceptaba. Nos cachondeábamos al oír los tremendos trompazos de arriba durante media hora o tres cuartos, tras lo cual bajaba el pobre con dolores para una semana, …. pero relamiéndose y sonriendo de satisfacción; en ese momento a todos se nos cortaba la risa y nos decíamos: En realidad no es para tanto; mañana me apunto.

En el taller, encontré un traje de goma de una sola pieza, unas gafas y unas aletas. Eran de una talla para liliputienses. El traje fue imposible ponérmelo, las gafas estaban mal pero medio servían y a las aletas les corté el talón y las adapté con unas cuerdas para ajustarlas al pié con calcetines gruesos.

Me metí en el agua solo en dos ocasiones, y por poco tiempo a causa del frío y las peligrosas olas. Allí está el paisaje más bonito, límpido, virgen y lleno de vida que he visto en mi vida: confiados peces por doquier, nadando entre una frondosa vegetación, y numerosas cuevas con enormes cabezas observando curiosas.

No hay que olvidar que desde hace muchos años, no se permite a nadie pescar ni acercarse al islote a menos de cierta distancia. ¡Qué lástima no disponer de un fusil submarino!; se hubiera acabado el problema de la comida. Los peces casi se dejaban tocar con las manos. Ni siquiera encontré material para poder hacer un rudimentario arpón.

Un día al sargento se le ocurrió inspeccionar el depósito de munición. Había munición muy antigua o en mal estado que fuimos apartando del resto. Consiguió autorización para su destrucción y nos ordenó arrojarla por el acantilado.

Le convencimos de que era mejor dispararlas, consiguiendo así, además de no contaminar el mar, comprobar el funcionamiento de las armas y de paso, para nosotros lo más importante, intentaríamos cazar a algún pez grande, que se podían ver desde arriba.

Lo pasamos de miedo. Estuvimos un par de días disparando con fusil, pistola, ametralladora de trípode, incluso tiramos algunas bombas de mano (¿P1, P2?), con las que conseguimos algunas buenas piezas, que nos cenamos a la parrilla de una sentada.

Con el tabaco ocurrió lo mismo que con la comida; unos quince días antes de marcharnos, a la mayoría se les había acabado. La desesperación era total y se hacían batidas por toda la isla en busca de colillas. Yo no tuve problemas porque, además de no tirar ni una colilla, en previsión, había comprado dos botes de picadura que fumaba con mi pipa (aún conservo esta reliquia); a más de uno tuve que dejarle chupar de ella, con la promesa de no estrangularme por la noche.

El papel de fumar que llevaba se inutilizó en el incidente del desembarco. Había un chaval, un tío estupendo, que estaba muy mal con el mono de nicotina; le regalé un poco de tabaco y unas cuantas de mis colillas, y para que se las pudiera fumar enteras le fabriqué una pipa con una pequeña caracola, que perforé y a la que adapté la funda de un bolígrafo. Al día siguiente la pipa-caracola era la moda en el islote; todos se hicieron una.

El agua potable era suministrada periódicamente por un buque cisterna, almacenándose en un aljibe existente en el patio del recinto del faro, cuya tapa se cerraba con candado. Ni que decir tiene que su uso era exclusivo para beber, cocinar, cepillarse los dientes, afeitarse y lavarse la cara por las mañanas. Esto significó vivir el periodo de más bajo nivel de cuidados higiénicos de mi vida. Parecíamos auténticos náufragos con aquellos pelos y barbas descuidados, la ropa brillante por la mugre y el cuerpo ... ni se sabe. Yo me las arreglé para coger en un par de ocasiones un cubo de agua para quitarme las cascarrias y el salitre de encima.

Además de la preocupación por la provisión de alimentos, había otra que ocupaba nuestras cabezas: La seguridad. El mamón del sargento nos metió el miedo en el cuerpo con cuentos de invasión de la isla por la noche por comandos de un submarino ruso, que podrían sorprendernos dormidos y pasarnos a cuchillo.

Después, ciertos episodios acaecidos hicieron el resto. A nuestra edad y en aquel entorno hostil no era una misión difícil asustarnos.

Un auténtico sainete.

Continuará.

Aventura-2 Aventura-4